Algunas huellas del festival Sanfic

La vuelta al mundo:
Algunas huellas del festival Sanfic

Christian Ramírez 

El propósito original de los festivales de cine no era muy distinto al de las grandes exposiciones pictóricas de fines de siglo XIX: obtener una instantánea de lo nuevo que ocurría allá afuera, en el mundo. Pero, ¿quién puede dar fe de ello en días tan fragmentados como éstos? Tal vez es por eso que los filmes que se atreven con esa clase de desafíos adoptan formas más modestas y menos obvias, como atestiguan algunos de los mejores exhibidos en la séptima edición del Sanfic: ahí está Scorsese admitiendo la imposibilidad de querer filmar como Kazan, en "A letter to Elia" (porque, simplemente, ya no se puede filmar de esa manera); o Vincent Gallo, corriendo por su vida en "Essential Killing", un filme sin agenda ni respuestas, en movimiento perpetuo. Algo parecido le ocurre a Kelly Reichardt, en la magnífica y modesta "Meek's Cutoff", un western que intenta algo que parece imposible: reducir las gigantescas llanuras del Oeste al claustrofóbico infierno de tres familias que van desplazándose lentamente, perdidas rumbo a un Oregon inalcanzable después que el guía Stephen Meek les recomendara seguir un atajo -el "cutoff", aludido en el título- que ni él mismo tiene idea de dónde queda.
Reichardt -quien tal como en sus filmes anteriores ("Old joy", "Wendy & Lucy") se cuelga de un viaje para hilar la narrativa- adopta el pie forzado del traslado y de la apertura de horizontes sólo para sumir a sus emigrantes en un mar de dudas. ¿Dónde están el valor, el arrojo y la audacia a lo John Wayne, que uno suele asociar a esta clase de productos? ¿El material del que están forjados los mitos y las estatuas de los héroes de la frontera? Aquí todo y todos parecen sometidos a cuestionamiento: el guía/explorador, las desamparadas familias e incluso un indio que aunque va merodeando alrededor de la caravana (tal como haría un piel roja, de acuerdo al lugar común) resulta incapaz de aportar autoridad o amenaza, como si él mismo ocupara un rol prestado, de afuerino en su propia tierra.
Si tal es el nivel de extravío durante el viaje, ¿hacia dónde ir? La respuesta bien podría estar del lado de "Guest" (2010), de José Luis Guerín, un diario de viaje filmado con cámara digital durante el extenso tour de festivales que el realizador emprendió entre 2007 y 2008, llevando bajo su brazo las hermosas "En la ciudad de Sylvia" y "Unas fotos en la ciudad de Sylvia" (ambas de 2007). La fórmula en principio era simple: recoger lo que más le llamase la atención en su camino; pero la idea, que parte como un bellísimo cuaderno de apuntes filmado (el ojo de Guerín es uno de los mejores de la historia del cine), va transformándose una y otra vez frente al espectador. Desde un simple punto de partida, la típica pregunta que le hacen acerca de su cine: "¿cuál es la relación que existe entre la ficción y el documental?", la cinta evoluciona a un persistente intento por recoger lo que la gente piensa, siente y habla en las plazas de las distintas ciudades que van alojando al viajero, como Bogotá, Santiago de Chile (el cineasta estuvo presente en el Sanfic 2007), Nueva York, Sao Paulo, La Habana, Lima o Jerusalén. Para alguien que ha seguido a Guerín y su silencioso trabajo de mirada urbana, ver a tanta gente hablando y hablando a la cámara puede ser un shock : poetas populares, vendedores callejeros, transeúntes, caricaturistas y apocalípticos predicadores se suceden sin tregua, como si todas las ciudades tuviesen los mismos actores de repertorio, como si hasta en eso que solía llamarse "color local" las urbes modernas ahora fuesen intercambiables, indistinguibles. Entonces, de golpe y perdido en una derruida barriada china, Guerín encuentra la salida, o mejor dicho la puerta de entrada en su "vuelta al mundo": lo que partió como un mero conjunto de vistas deriva a un itinerario de intimidad, fragilidad, pobreza y miseria que lo llevará en un trayecto desde los devastados solares de La Habana vieja hasta la antigua ciudad de Samaria, ubicada hoy en Palestina, ruinas donde todas las historias desembocan, donde el lenguaje ya no sirve, donde las huellas del camino se confunden y el kilometraje vuelve a cero.
La inmensa cineasta Chantal Akerman, avizorada de paso en "Guest", le advierte al director que "el pecado está en que adoramos y confiamos ciegamente en las imágenes; pero que no hay remedio: en estos días son lo único que nos queda". Juntando una detrás de otra, Guerín le va dando la razón: aunque cierren los ojos, o se tuerza la vista, es imposible resistirse. Siempre se vuelve a mirar.

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