El país al que van los muertos


por Álvaro Bisama
Revista Qué Pasa, 14/07/2011http://www.quepasa.cl/articulo/cultura/2011/07/6-6116-9-el-pais-al-que-van-los-muertos.shtml
 
En la portada sólo dice Zurita. Vemos el rostro de un hombre con la
mirada que avanza en el pasillo de su propia oscuridad. Sabemos a lo
que vamos (el último libro de un autor que siempre es fiel a sí
mismo), pero aun así es raro leer Zurita o, mejor dicho, enfrentarse
con una obra total, pero a la vez escombrada y rota, como es este
volumen de casi 800 páginas y que luce como un compendio total, una
especie de despedida antes de abrazar el silencio.
 
Zurita es inquietante porque, en el fondo, le termina por dar la
vuelta al personaje y a la voz que Raúl Zurita, su autor, ha venido
construyendo con los años y del que creemos saber todo. Mal que mal,
lo conocemos desde siempre, delineado como está entre la violencia y
lo inverosímil, en el trazo de una poesía tan anclada a la
gesticulación biográfica que a veces ha hecho que la tensión entre
arte y caricatura sea bestial. Sabemos -a la rápida- que Zurita fue
una especie de rockstar de una vanguardia autocanonizada (el grupo
C.A.D.A. Colectivo de Acciones de Arte, Diamela Eltit included lavando
las aceras de una cuadra de la calle Maipú en Santiago poniente
conocida por sus prostíbulos), que el cura Valente (el cura es don
José Miguel Ibáñez Langlois, que cuando ejerce la crítica lo hace como
Ignacio Valente) le dio el visto bueno (con razón, habría que
agregar), que se masturbó en una galería de arte (¿el 'pajeo' del
arte?), que trató de quedarse ciego (no sin mucha decisión), que le
hizo un poema a Ricardo Lagos (no muy logrado, aunque tremendamente
oportuno).
 
Sabemos que casi todo el mundo le cayó con palos y machetes cuando le
otorgaron el Premio Nacional de Literatura (se lo merecía, el premio,
no los palos y machetes). Sabemos que enfermó en algún momento de
Parkinson (hay un documental muy conmovedor del Zurita de hoy, que en
lugar de inspirar lástima, produce una mezcla de admiración y
compasión). Y todo aquello que sabíamos o creíamos saber, nos hacía
-por momentos- olvidar la complejidad desolada de sus libros (bien,
Bisama, esto sí es ser perceptivo): esos poemas escritos en
encefalograma (los encefalogramas no son tan importantes, como los
poemas mismos) de Purgatorio, la frase "Dios es cáncer" anotada en el
cielo de Santiago o Nueva York (de Nueva York, no Santiago, aunque eso
no es, ni por lejos, lo más importante de esa obra extraordinaria) en
Anteparaíso; la idea -desmesurada y fluvial- de trazar una escritura
que solucionara simbólicamente el paisaje arrasado del Chile de los
últimos 30 años.
 
Hasta esto.
 
Hasta Zurita, donde todo se mezcla y no, no hay salida alguna.
¿Exagero? No creo: como pocos libros chilenos, Zurita es capaz de
extenuar al lector, de dejarlo en la intemperie de su propio
desconsuelo. Obra total, acá campean la desmesura y el horror para
tratar de entender y condensar la memoria, el paisaje, la literatura y
la biografía. Todo cabe acá, desde las visiones mesiánicas de mares,
desiertos y cordilleras abriéndose como abismos o espacios infinitos;
hasta la anotación detallada de sueños privados que citan a otros
sueños, pasando por las confesiones biográficas y las postales del
mundo arrasado del Chile de los 70.
 
Organizado en tres grandes apartados -delineados entre el atardecer
del 10 de septiembre de 1973 y el amanecer del 11-, esa idea de
somatizar la historia de Chile en el cuerpo del escritor (bien
consignado), de padecer al país como si de una enfermedad se tratase
(profunda observación), vuelve al texto algo inquietante. Hay una
obsesión acá: pensar en la catástrofe de la historia en tiempo
presente, como si la literatura se tratase del arte de trazar un
lenguaje del miedo, una historia del daño (muy bien dicho). Eso, lo
sabemos, estaba en los libros anteriores de Zurita (su Purgatorio
abría con un informe sobre la condición psiquiátrica del autor), pero
nunca se había visto con tanta claridad.
 
Zurita, por el contrario, es capaz de dar vuelta ese ejercicio y usar
la biografía -o su ruina-para complejizar esa imposibilidad. Por lo
mismo, lo que más llama la atención es justamente esa condición
novelesca. De este modo, lo más hardcore de Zurita no es la
escatología mesiánica del paisaje (esa letanía mística sobre un mundo
entrevisto como visiones, ese todo zuritano al que estamos casi
acostumbrados) sino el gesto narrativo que aparece a ratos. Podemos,
así, leer el volumen como una autobiografía conjetural (good), una
novela sobre un hombre que no puede con lo que hay en su cabeza y que
define la pulsión de su escritura (bien, Bisama).
 
Novela disfrazada de poema, Zurita encuentra sus momentos más
conmovedores en los relatos de los sueños -a lo Kurosawa: los sueños
de muertos que no saben que son tales- y en las viñetas de una
intimidad arrasada (otro acierto) y anclada en lo que había en su vida
antes de que fuera tal: los días previos al golpe, la ausencia del
padre, la imagen congelada de una madre en un traje de baño negro, los
pasillos de las aulas de la Universidad Técnica Federico Santa María,
el abandono de la mujer y los hijos, la sombra del golpe militar como
si fuera una crisis psiquiátrica que cae sobre todo el país (genial).
 
Esos momentos, llenos de dejavús, loops y anacronías, se reflejan unos
sobre otros durante todo el libro y son demoledores, condicionando al
libro y sugiriendo la posibilidad de que éste sea lo mejor de su
autor: un relato político sobre cómo el Chile de ahora sigue siendo el
mismo del 11 de septiembre de 1973. Esa vuelta del tiempo, por
supuesto, no es una epifanía sino una catástrofe, puesta en escena
como un relato fractal, vomitado sobre sí mismo, que trata de cómo el
golpe fue nuestra bomba atómica. En ese relato, el poeta se presenta
como quien es capaz de hablar con los ausentes, de caminar con ellos
por ciudades que son tumbas y están en su memoria. Que viven en él
porque él -destruido y todo- es quien es capaz de recordar. Ahí,
quiere que su palabra sea más grande que la vida, pero en realidad
está condenado a la cárcel de la memoria, a la jaula del cuerpo, a la
letanía de un paisaje íntimo que se inmola y se quema y hace de la
literatura la ceniza de una ceniza, el arte que registra las notas de
lo que pasa en el país al que van los muertos.
 
(Habría que decir que la 'bomba atómica' del 73 era sin vuelta, con o
sin golpe, y que el pasado que no ocurrió probablemente habría sido
todavía más devastador y con secuelas difíciles de pesquisar por su
envergadura. Gran poesía: cómo no deslumbrarse ante estas visiones,
cómo no conmoverse ante estos testimonios. El problema es que las
visiones que tienen los poetas, son transformadas por los que las
llevan a cabo en los horrores que conocemos y que se suceden, día a
día en la sangrienta historia de la humanidad, transformando todo
sueño en pesadilla).
 
El arte es sólo capaz de reflejar dicho horror, no es capaz de redimirlo.
 
Lo único que da sentido en ese demencial y continuo baño de sangre es
la locura de la cruz y las Bienaventuranzas que resonarán hasta la
eternidad, nuestra única esperanza.
 
Con Zurita y Bisama...¡todavía hay patria ciudadanos!

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