No sé si será la tibia luz invernal
o la bruma capitalina que impregna
la atmósfera de las primeras horas de la tarde,
con el sol bajando lentamente
lo que hace parecer que el tiempo,
por momentos, no existiera.
No hay rastros de aves,
y las cumbres cordilleranas
-no excesivamente nevadas-
parecieran extender
esa sensación atemporal
de quietud y de paz.
Camino el tramo pedregoso
que conduce al monasterio benedictino
flanqueado por una hilera de olmos
y conducido por un muro de piedra
cuya sinuosidad mantiene oculta
por unos instantes más
la blanca estampa de la iglesia abacial.
A la izquierda, allá abajo, todavía se observan
en la abundante vegetación del valle,
rastros de los vivas tonalidades
que el otoño desplegó sobre el barrio San Damián.
La belleza y simplicidad de los volúmenes
del templo benedictino, coronado por la cruz
sobre el campanario y teniendo como telón de fondo
la silueta del cerro Plomo, que se yergue protector
por sobre el resto de las demás cumbres
conforman la imponente y sobrecogedora
belleza de una cordillera en su cambiante esplendor.
Junto a la rampa que conduce a la portería de la abadía
florece por esta época el Aloe vera, el que se manifiesta
en una explosión de colores rojos y anaranjados muy vivos,
cuyo néctar atrae a los picaflores chicos, las aves,
por lejos, más activas de todas, casi a cualquier hora del día.
Verlas suspendidas con su aletear incesante
para libar de las flores y polinizarlas
o ejecutando acrobacias increíbles
y persecuciones frenéticas
resulta una fiesta de principio a fin.
Una docena de estos
prestidigitadores del aire
parecieran acólitos infatigables
dedicados a mantener los fuegos encendidos
de estas suculentas, productoras
de aquella sustancia amarga y brillante
-el arábigo alloeh-
guardada en cofres tubulares vistosos
ubicada en los extremos de los brazos
de estos candelabros naturales.
Contrastan los pequeños picaflores
con otras aves diminutas
que tímidamente acompañan
este despliegue incesante de los primeros.
El silbido lastimero de la viudita, por ejemplo,
posada en una rama de maitén,
o los saltos de aquí para allá
a la busca de insectos del cachudito
con su simpática cresta de plumitas erguidas,
o el chercán bajando al suelo, a la caza
de algún pequeño invertebrado para suplementar
la dieta del día que no encontró en los arbustos.
Entro a la maravillosa iglesia
a orar por unos momentos
y percibo todavía el leve
aroma a incienso que permanece
todavía en el aire desde
la eucaristía matinal de este domingo.
Al regresar, otras aves se asoman,
cuando el sol ya amenaza con ocultarse:
el Diucón, el Cortarramas chileno,
más conocido como Rara,
el Tiuque, el Chincol, la Tórtola y la Tenca.
Un par de elegantes golondrinas
surcan el aire como pequeños
cohetes emplumados,
pajarillos que no harán verano
pero que sin duda alegran el invierno...
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