por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
lunes 20 de junio de 2011
La divertida expresión inglesa "procrastination" revela un rasgo
fundamental de la condición humana: dejar para mañana lo que se puede
y debe hacer hoy. Uno de los cientos de chistes gráficos que circulan
con el concepto muestra a un señor abandonando sigilosamente la
oficina; sobre la mesa ha quedado un pergamino que dice "Nunca dejes
para mañana lo que puedes hacer..." En otro sale un viejo muy alegre
que piensa en su lecho de muerte: "Acabo de descifrar lo que quiero
hacer con mi vida". (Claudio Bertoni escribió hace unas cuatro décadas
algo que publicó recientemente: "No dejes para mañana lo que puedes
hacer hoy, déjalo para pasado mañana".)
Hay un placer muy grande en pelotear las obligaciones y vegetar en los
intersticios temporales que van quedando en cada uno de esos
aplazamientos. Son momentos que después se pagan caro, con culpas y
complicaciones, pero algún motivo preferimos muchas veces el costo
oneroso a cambio de un enchapado fugaz de libertad.
Tan benigna como la satisfacción del trabajo realizado puede ser la
satisfacción del trabajo eludido. Me imagino que hacerle el quite a
un deber inminente nos hace liberar endorfinas u otras pichicatas
orgánicas placenteras, lo que explicaría la adicción de ciertas
personas a estirar hasta el máximo la cuerda de los plazos y de la
paciencia ajena.
Recuerdo, en este sentido, el caso de un compañero de colegio que
desapareció en período de pruebas. Todo el mundo se preguntaba con
real aprensión qué le había sucedido. Una comisión de vcluntarios fue
una tarde a su casa y lo encontró encumbrando volantines, totalmente
ajeno a la alharaca general.
Nunca olvidé esa imagen, la del niño que decide mandar al tacho las
páginas amarillentas y enfermizas del Proschle (el libro de álgebra
que usábamos) para optar por el viento, el cielo abierto, los techos,
el pensamiento indeterminado.
Hace poco recibí una llamada equivocada, un enredo, una confusión,
preguntaban por un primo mío. El hecho es que reconocí en el nombre
de quien llamaba el del niño de los volantines. Una extrañeza. No
habrá aprendido álgebra, pero ahí estaba, saludable y entusiasta,
dirigiendo un pub de creciente éxito.
Entre los mares psicológicos de Felipe II destacaba la imposibilidad
de tomar decisiones. Ya sabemos qué pasó cuando se embarcó en la
iniciativa más importante de su vida: la Invencible Armada. Quizás en
ese hecho puntual debería haber aplicado la procrastinación
fisiócrata: dejar que las cosas decantaran solas, que el tiempo
hiciera lo suyo. ¿Recuerdan esa celebrada película sobre Mozart de
hace unos veinte años? Traía una escena graciosa: cuando la mujer le
preguntaba a Mozart dónde estaban sus alardeados conciertos y él
respondía tocándose la sien: todo está aquí.
Cuántas veces hemos sentido la alegría de elaborar una obra
mentalmente sin que medie para su realización un compromiso o
contrato. Ah, cómo se entrelazan en el aire las volutas de la
imaginación mientras perdemos el sentido del tiempo cronológico. Las
semanas pasan tan veloces como las horas y si nos preguntan por el
proyecto podemos decir con toda propiedad: se está haciendo, se está
haciendo.
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