Siempre que salgo de mi casa
y me acerco desde el interior
hasta el portón de acceso
del Monasterio Benedictino
de Las Condes, por la calle Montecasino,
hay casi asegurada espectaculares vistas
hacia los contrafuertes precordilleranos
de la sierra de Ramón.
No importa la hora del día
-a no ser que la niebla
o nubosidad baja
las cubra completamente-
el juego de la luz,
las riqueza y sutileza
de las texturas y coloridos
de los cerros son un bálsamo
estético y espiritual
antes de proceder
a internarse en la ciudad.
A mediodía de este primer lunes de mayo
era un día particularmente glorioso,
y el expediente que me llevó
hasta el portón de la abadía vecina
fue simplemente realizar
uno de los trámites más humildes:
dejar la bolsa de basura
para que la retirara el camión basurero
que pasa tres veces por semana.
Esta vez había un elemento nuevo
-bello pero inquietante-
una fumarola blanca,vertical y delgada
ascendía con una elegancia propia
de un lejano y majestuoso volcán
que ha entrado en actividad.
Pero no se trataba de volcanismo alguno,
lo que se asomaba tras el cerro Alto Las Vizcachas
era el comienzo de un devastador incendio,
que aún se encuentra activo,
a altas horas de la noche,
consumiendo no solamente pastizales
como informa la prensa, sino que árboles
y arbustos nativos, como pude contemplar
personalmente en horas de la tarde
cuando me dirigí al sector sur oriente
del barrio San Carlos de Apoquindo,
donde se encuentran una de las sedes del DUOC
para observar desde más cerca
y con binoculares las llamas bajando
por las laderas y el abundante
humo que ascendía detras de las cumbre.
El sector no queda muy lejos
del Salto de Apoquindo,
en el Parque Aguas de Ramón,
zona protegida por la institución Protege
que ha identificado casi cuatrocientos especies
de flora en la precordillera de Santiago,
7/8 partes compuestas de especies nativas
(8 de ellas en estado vulnerable)
y más de ochenta especies
la mayoría aves,
una decena de mamíferos,
otra decena de reptiles y un par de anfibios.
Duele contemplar cómo,
tras largas horas
de implacable siniestro,
se pierde tanta vegetación valiosa.
En términos de masa arbórea,
es como si se incendiaria
el Parque Forestal o el Parque O'Higgins
(o ambos, probablemente más),
aunque la proporción de especies nativas
no tenga comparación entre la que existe
en esos parques urbanos,
para no mencionar la riqueza
de la asociaciones vegetales que se dan
en este entorno ubicado en los márgenes
de Santiago y su importancia
para la fauna que sustentan y cobijan.
Sin constituir un consuelo
(cómo podría, sabiendo
de nuestra proverbial falta de cuidado
e indiferencia secular y una ignorancia
a la que ni siquiera podemos excusarla
de una ingenuidad sin mala intención),
es estremecedor observar
estos macizos precordilleranos,
coronados por un cinturón de fuego
que avanza inexorablemente
devorando todo a su paso.
Cómo no conmoverse
al contemplar la belleza
con que desaparecen ante nuestros ojos
estos nobles árboles,
arbustos y flora en general,
las que hemos conocido
en todo su esplendor con (mi hijo) Benito
las veces que hemos subido aquellos
magníficos cerros y quebradas
que se despliegan como envoltorios
de un inmerecido regalo,
dejando al descubierto
una parte de sus secretos y encantos.
Desde esos cerros hemos contemplado
la migración del aguilucho chico
que viene desde Colombia
y se reparte silenciosamente
por la zona centro-sur de nuestro país
volando por sobre las laderas ubicadas
a este lado de los Andes.
El majestuoso vuelo
de las águilas y cóndores,
o entre arbustos y matorrales
descubrir en el suelo
a las bandurrillas y chirococas,
o al picaflor gigante
-el más grande del planeta-
libando la flor de un chagual.
Preocupa sobremanera comprobar
que ni siquiera se encuentran a salvo
aunque estén amparados en escondidos cajones bastante más arriba de la
cota mil,
a causa de nuestra inveterada irresponsabilidad
que llega hasta los más apartados rincones.
Cómo protegerte querido Bollén,
como salvar al Quillay y al Peumo;
cómo seguir cantándole al Arrayán florido
y esta vez para siempre perdido...
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