por Diario El Mercurio, Revista de Libros, Domingo 24 de Abril de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/04/24/al_revista_de_libros/revista_de_libros/noticias/0119D6EB-A246-4E02-8765-F6205321D75B.htm?id={0119D6EB-A246-4E02-8765-F6205321D75B} La muerte de Montaigne es una novela muy singular, porque en ella su autor, Jorge Edwards, sinceramente imbuido (casi arrebatado) por el espíritu de su personaje, un espíritu libertario, inclasificable, escurridizo, "ensaya" una forma de novela muy personal, en la que se mezclan libertad y control, erotismo y astucia, las letras y la política. No se trata de que Edwards se haya empeñado en un proyecto (que a estas alturas sería ya bastante añejo) de romper con los límites del género novelístico. No. Simplemente movido por su sintonía, íntima y antigua, con Michel Eyquem de la Montaigne, el Señor de la Montaña, como lo llama, construye una novela "a su manera", en la que hay principalmente ficción ("conjetura", dice Edwards), ensayo histórico y opinión personal, personalísima habría que decir. La clave -literaria- de esta novela pasa por dilucidar la relación interna (no siempre fácil) entre el autor, el narrador y el personaje principal y sus respectivos mundos. Una lectura ingenua de La muerte de Montaigne haría pensar que el narrador, quien cuenta el relato, se confunde con el autor, que el Jorge Edwards que narra desde un departamento frente al cerro Santa Lucía o en una casa que mira hacia la Isla Seca de Zapallar, es el autor mismo, que se identifican, que, por lo tanto, se trata de un texto memorístico, autobiográfico. Es fácil caer en esa celada porque hay muchos puntos de coincidencia entre el Jorge Edwards autor y el Jorge Edwards narrador, pero, finalmente, este último es un invento del primero, "una conjetura" como diría, en la que Jorge Edwards, amparado por la imaginación reconstruye (recuerda, completa, modifica, exalta) su lazo con el gran pensador francés. Esa es la historia. En el hermoso capítulo en que el narrador evoca (conjeturalmente) su primer encuentro literario con Montaigne a través de Azorín, nos pone en guardia, indirectamente, frente a este error: advierte que el Azorín (invento de José Martínez Ruiz) que narra "En el convento" es, a su vez, un invento de Azorín, así como el Borges narrador de "El Aleph" es un invento de Jorge Luis Borges. Los momentos más altos de esta novela son aquellos, pues, en que un narrador, lleno de vida propia, se lanza, ligero y libre, a la aventura de contar y nos arrastra en ella. Allí, el "Jorge Edwards", personaje-narrador, desde su primera juventud es atraído por la vida y el pensamiento de Michel Eyquem, se siente identificado con él, con su manera de pensar y de ser, advierte algunas similitudes entre su época y la nuestra, admira la sabiduría política del bordelés, ha leído y releído sus ensayos y cartas, ha averiguado sobre su vida y sobre la vida de los personajes que lo rodearon ("en la medida de lo posible"), ha visitado la célebre torre, ha indagado y fantaseado en sus amores tardíos con la joven Marie Gournay, la fille d'adoption . Es claro que para este personaje-narrador Montaigne es la figura intelectual y moral de su vida, su modelo. Hay otros autores que aparecen mencionados y admirados, pero para el Jorge Edwards inventado por Jorge Edwards para este libro, El Señor de la Montaña es lo máximo. Y esta corriente de simpatía poderosa, total, un "Amor" debería decirse (el narrador lo dice, por lo demás) es la que lo legitima, le otorga credibilidad, gana la confianza del lector hacia él, a pesar de que, con insistencia casi majadera, a cada rato nos previene de que todo lo que narra es "conjetura" (no sólo emplea la palabra varias veces, sino que, además, abundan los verbos en modo condicional; capítulos enteros están elaborados en ese modo tan sólo de lo probable). La prosa de Edwards, sobre todo en las partes más narrativas de la novela, es substanciosa, libre, divertida, sabrosa, sin temor a introducir chilenismos y anacronismos. Desde luego, como queda claro, la versión que Edwards (autor) hace de Montaigne y de su época es personalísima y él, a través de su narrador, no lo oculta sino que, al contrario, como previniéndose de críticas futuras, lo evidencia explícitamente. Y no importa. En capítulos que, alternadamente, van contando los últimos años de la vida del francés, su vida privada más bien ( La muerte de Montaigne no intenta ser una biografía intelectual), y la historia de Francia, Edwards repasa sus propias obsesiones: el papel del escritor en la política, los encantos del amor tardío, la muerte que se aproxima oscuramente. Es cierto que hacia el final, luego de la muerte de Montaigne la novela se alarga, aunque sin perder unidad, pero es que cuesta controlar a un narrador tan entusiasmado con su personaje y su legado. Se ha dicho por algunos que Jorge Edwards es mejor cronista que novelista; La muerte de Montaigne es un claro desmentido de esa ligera apreciación crítica.
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