Estado y universidades, o política y ciencia

Tribuna
por Eduardo Dockendorff
Director de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile
Diario El Mercurio, Lunes 09 de Mayo de 2011http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/05/09/estado-y-universidades-o-polit.asp
 
El caso Kodama-Minvu nos trae a colación, como lo editorializa "El
Mercurio" del miércoles 4,
a un agente que difícilmente puede desentenderse de su papel en las
políticas públicas, como son las universidades.
 
Aquí, dos de las mayores del país avalaron -con disímiles resultados-
decisiones contradictorias de una misma autoridad.
 
Si bien ello se explica por los diferentes requerimientos hechos a
cada una, subsiste el problema de fondo.
 
Política y ciencia han transitado desde hace siglos, mirándose con
recelo mutuo y frecuente desdén.
 
Sus trayectorias en paralelo, porque se mueven por objetivos distintos,
han logrado trazar, sin embargo, una ancha vía común pavimentada por
las ambigüedades.
 
Cuando sus caminos se han encontrado,
la humanidad ha conocido grandes progresos y beneficios,
pero también sufrido grandes atrocidades y horrores.
 
La ciencia ha tratado de desentenderse
de pagar los costos de su mala aplicación,
refugiándose en su neutralidad y objetividad.
 
Sin embargo, no pocas veces el científico
ha puesto sus ideas detrás de la fuerza o el sojuzgamiento.
 
Cuando, por otro lado, la política se vale de la ciencia,
es siempre para fines de poder, no académicos ni científicos.
 
Eso lo saben los políticos y los científicos, o debieran saberlo.
 
En el mundo de hoy, sin embargo,
es éticamente indispensable
que esta relación sea conocida también
por los ciudadanos, los usuarios y los clientes.
 
Hasta hoy, nadie ha encontrado la receta
para conciliar entre sí las llamadas éticas aplicadas
(política, pública, privada, de los negocios, etcétera)
bajo nobles y armónicos modelos de comportamiento.
 
El sociólogo Max Weber, hace 100 años,
intentó conciliar las variantes platónico-socráticas
con la aristotélica de éticas
que ya entonces caminaban por veredas paralelas.
 
La ética pública moderna se vale de la transparencia
para asegurar estándares éticos mínimos
en el manejo de los bienes públicos.
 
La transparencia ha podido penetrar
en los vericuetos de la administración
de los bienes públicos gracias a internet.
 
Sin embargo, aquí colisionan nuevamente dos principios,
casi imposibles de conciliar, cuales son la transparencia,
que es un prerrequisito de la ética pública, con la oportunidad,
que es un prerrequisito del mundo de los negocios.
 
El problema ético que tenemos aquí, entonces,
es cuando desde el Estado se importan métodos
que no obedecen al modus operandi;
esto es, a la ética de lo público,
sino a aquellos principios de los negocios
-incluida la ética privada-
y tratan de doblegar a una ética pública,
democráticamente legitimada,
para fines que no son definitivamente públicos.
 
Es comprensible que el Estado
se preocupe por la sobrevivencia
de las empresas privadas.
 
Pero en modo alguno se debe subordinar ello
al fin último de las políticas públicas, que es el bien común.
 
En políticas públicas no caben ambigüedades, sólo cabe la ética pública.
 
Pero la ciencia está también aquí en deuda.
 
Felizmente, la ética pública -que es global
y se filtra por todos los intersticios del mundo-
está modelando cada día más
en las prácticas científicas y académicas.
 
Pero ello no es suficiente.
 
La segregación drástica de la ciencia respecto de la política,
que idílicamente creía posible Max Weber,
siguiendo el paradigma kantiano,
es cada día más difícil en el mundo de hoy.
 
La sustentación de la ciencia
es cada día más dependiente
de su legitimidad social.
 
Hasta el siglo XX, las universidades
-gracias a su autonomía indiscutida
y a la libertad de cátedra
que les brindó la sociedad industrializada-
pudieron disfrutar de recursos estables y permanentes.
 
Dos hechos históricos
cambian ese escenario
en la última mitad del siglo XX.
 
La fuerte arremetida
del enfoque neoliberal del desarrollo, por una parte,
y la masificación de internet por otra.
 
La red gradualmente debilita
el monopolio histórico
de las universidades en la divulgación,
y cada vez más, en producción misma
del conocimiento científico.
 
Las instituciones de educación superior
han debido empezar a buscar compensaciones
a la merma de aportes estatales
en un clima más hostil que nunca antes.
 
Esto obliga a las universidades,
si han de servir a las políticas públicas y al Estado,
a estar muy alertas a las señales de la política
y de las permanentes amenazas a la ética pública
para no caer ingenuamente presas de intereses localistas
o, peor, de intereses cuya ética está en las antípodas
del interés de los bienes públicos que estas
instituciones de educación superior están llamadas a producir.

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