CINE
El concierto
por Ascanio Cavallo
Diario El Mercurio, Revista Sábado, 02/04/2011
http://diario.elmercurio.cl/2011/04/02/el_sabado/cine/noticias/C8BAD2A2-63F1-4D39-A74B-6DB8B9B654A9.htm?id={C8BAD2A2-63F1-4D39-A74B-6DB8B9B654A9}
Factura cosmopolita para una película sobre un grupo de paletos.
El director, Radu Mihaileanu, es rumano;
los autores de la historia
son un chileno, Héctor Cabello Reyes,
y un francés, Thierry Degrandi;
y la producción es francesa, italiana,
belga y rusa, con alguna participación rumana.
El centro de la historia es Andrei Filipov (Alexei Guskov),
un ex director de la orquesta del Bolshoi de Moscú
que perdió su cargo 30 años atrás,
bajo el régimen de Brezhnev,
por negarse a echar a los músicos judíos.
La purga le impidió a Filipov
llegar a ejecutar su pieza más preciada,
el "Concierto para violín" de Tchaikovski.
Y ahora, trabajando como aseador en el teatro,
Filipov intercepta un mensaje en la oficina del director:
una invitación del Teatro del Châtelet, en París, para ejecutar un concierto.
Enfervorizado por esta oportunidad única,
el ex director decide sustituir a la orquesta oficial por una propia,
que integrará con muchos de los músicos despedidos durante la era soviética.
El productor tendrá que ser Ivan Gabrilov (Valeri Barinov),
el mismo estalinista que lo echó de su puesto 30 años atrás.
La historia se complica con la decisión de Filipov
de que la solista de violín sea Anne-Marie Jacquet (Mélanie Laurent),
una joven estrella sobre la cual conoce un secreto tremendo.
Esta subtrama es dramática, y contrasta
y compite con la otra, que sigue las reglas de la farsa.
En esta subtrama los personajes tienen densidad psicológica,
mientras que en la otra se trata de arquetipos.
Pero esta subtrama es también más sentimental
y por sobre todo le permite a Mihaileanu
incrustar su tema más personal,
que es el de las infancias y las identidades perdidas,
como en Ser digno de ser.
Y sin embargo, el fuerte de El concierto
está en el otro lado, en la farsa,
en los rusos que se emborrachan,
los judíos que intentan vender caviar,
los músicos tocando en el Metro,
la nostalgia de Gravrilov
por los tiempos del estalinismo,
la mujer de Filipov
arrendando gente para actos políticos,
los gitanos fabricando pasaportes en Sheremetievo,
el mitin minúsculo de los comunistas franceses;
en fin, todo aquello que va orquestado
el retrato sardónico de un sistema político desmoronado
que no ha sido sustituido
más que por la perplejidad de sus sobrevivientes.
Hay un tipo de intelectualidad
que tiende a despreciar este tipo de farsa.
Sin embargo, ella ha construido
algunos de los mejores retratos sociohistóricos
de países como España e Italia,
ambos saliendo del estado de desolación
en que los dejaron sus respectivas guerras.
Y le ha servido en estos años
al cine de Europa del Este
para entender lo que pasó con sus sociedades
-recuérdese Goodbye Lenin,
con la cual El concierto
comparte tono y tipo de humor-
una vez que las certezas
de todo un siglo se fueron al suelo.
Es difícil imaginar una función más noble.
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