Patio de luz
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
lunes 26 de mayo de 2008
En ciertos edificios antiguos,
famosos por la solidez de su albañileria,
por sus lustrosas quincallerías
y por la sensata pero ya reducida
amplitud de sus espacios,
los patios de luz
cumplen el rol secundario
de ductos sonoros o chimeneas
en los que se entrechocan
los ruidos de la vida vecinal.
Es cierto que en el techo
se oyen bolitas cayendo sobre el parquet,
sillas que se arrastran,
tacones lerdos por la edad,
incluso carreras de triciclos,
pero siempre se mantiene
un velo de opacidad narrativa
que impide saber a ciencia cierta
que esta ocurriendo
en el piso inmediatamente superior.
En el patio de luz, en cambio,
las propiedades acústicas
de estas construcciones
hacen que todo sea explícito:
el tipo de legumbres que limpia una vecina,
los problemas sentimentales
de una escolar moquillenta,
el chasquido de un fósforo
con que una pareja trepidante
inicia su vigésima reconciliación
de incienso y velas.
La promiscuidad de los conventillos
se reproduce en estos edificios
de manera ecualizada,
definida, sin estridencias,
dando una sensación
-más voluntariosa que real-
de privacidad y de bien común.
Cada quien hace como que habitara
un espacio encapsulado,
libre de intromisiones e invasiones,
íntimo a todo vapor,
como de casita en la pradera,
aunque a diario escucha
hasta el mínimo correr
de sábanas ajenas a medianoche
y nada le permite suponer
que sus propios ruidos
no son escuchados.
Se puede saber si la vecina
que llena una olla con agua
es la del segundo izquierda
o la del tercero derecha,
como también si el agua
está caliente o fría
según su trasfondo
de cañería sola
o de cañeria con calefón.
Sorda, ronca y explosiva: caliente.
Chillante, aguda y metálica: fría.
Nadie puede dar un beso,
lustrarse los zapatos, tostar pan
o lavarse los dientes sin ser percibido.
Nadie puede hacer nada sin proclamarlo.
Pasar las páginas de un libro,
tecletear en un computador,
rascarse los sobacos: nada.
El cine se da festines
con esa situación habitacional,
pero rara vez repara en sutilezas.
El catre rítmico es ya un tópico de desbande erótíco,
la loca gritona ameniza cualquier comedia
y la cañería rota señala con precisión la precariedad,
pero el coro de voces búlgaras que hacen
ocho refrigeradores juntos en la madrugada
y el suspiro ahogado de la esposa
de un operático dormido son cosas
que al parecer no pueden ser filmadas
en escenas plausibles.
El patio de luz, en ese sentido,
está siempre oscuro,
aunque a la mañana siguiente,
con el dia claro,
los rostros de los vecinos
suelan salir de la niebla de sus ruidos
para encontrarse con los rellanos silenciosos
y darse el asentimiento mutuo:
buenos días, vecino.
Es una amabilidad propia de la convivencia,
pero también propia de la complicidad.
A veces, sin embargo,
a una hora milagrosa de la noche,
hay silencio total.
Entonces se escucha
el ruido del edificio mismo,
del teatro desprovisto de su orquesta.
Es una suerte de bajo continuo,
cuyo timbre seco y granulado
recuerda el flujo del reloj de arena,
el ronquido lejano de un televisor encendido
tras el fin de las transmisiones,
el oleaje de mar
encerrado en una concha de loco
y otros murmullos difusos
que a esa hora fermentan
en el encéfalo de la gente insomne...
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