La extraña paradoja

Cambios en la cinefilia:

por Ernesto Ayala
Diario El Mercurio, Artes & Letras,
Domingo 20 de marzo de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/03/20/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/50CC2689-C86A-4151-90BA-24BFEE48D0F8.htm?id={50CC2689-C86A-4151-90BA-24BFEE48D0F8}
 
Son difíciles tiempos para los amantes del cine. Aunque difíciles no
es la palabra exacta. Raros, distintos. En 20 años ha cambiado
completamente la forma en que vemos, hablamos y discutimos sobre cine.
Para bien y para mal.
 
En los años ochenta, y hasta bien entrados los noventa, acceder a
películas antiguas, clásicas, o incluso de los años sesenta y setenta,
era un trabajo en sí. En términos generales, había tres alternativas:
se recurría a infames copias en VHS, borrosas, de mal sonido y pésimo
traspaso, que se veían muy mal en televisores de 21 pulgadas; la
segunda, si se vivía en Santiago, había que estar muy atento a los
ciclos de cine organizados por el Normandie, la Católica o los centros
culturales de Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, donde,
en salas chicas y más o menos incómodas, se podían pillar las obras de
las estrellas fílmicas más admiradas por entonces: Godard, Truffaut,
Rohmer, Wenders, Fassbinder, Chaplin, Bergman, Tarkovski, Herzog,
Hitchcock. Los horarios incómodos, lo reducido de los espacios y la
mala calidad del audio se compensaban con lo barato que era la entrada
-tema delicado cuando se es estudiante- y con que, sí, casi siempre se
trataba de proyecciones de celuloide, cine de verdad, y no videos
proyectados en la pantalla grande, como comenzó a usarse después. La
tercera alternativa, más difícil y menos frecuente aún, era aprovechar
algún viaje para poder ver por fin algo de Kazan, Renoir o Fellini en
la pantalla grande. No había ciudad digna de admiración sin uno, dos o
tres cines en que se preciaran de mostrar grandes películas de las
décadas pasadas.
 
El poco acceso que había a películas canónicas las vestía, al mismo
tiempo, de un aire sacramental. Cada una de ellas se veía en grupos
pequeños pero informados, en un clima de expectación, respeto y
agradecimiento. En la casa, luego, se leía lo que se podía encontrar
sobre la cinta o el director, en los números coleccionados de la
Enfoque o en los escasos libros que se obtenían desde la escasa
selección que ofrecían entonces las librerías chilenas. También se
discutía mucho, quizás con más pasión que conocimiento, pero casi
siempre de manera terriblemente seria. Porque en la juventud se suele
ser terriblemente serio con algunas cosas, pero además porque veíamos
las mismas películas y las películas que nos importaban mucho.
 
Hoy el acceso a las películas canónicas quizás no es ilimitado, pero
sí es muy amplio. Los trabajos principales de cualquier gran director
están editados en DVD o se consiguen en internet. Y se ven muchísimo
mejor, lo que, sumado a las pantallas de televisión de hoy, hace que
la experiencia sea muy placentera y bastante más cercana -por lejos
que aún se esté- a la pantalla grande. Al mismo tiempo, hay canales
especializados en películas clásicas. Y si se trata de cine de
festivales, de cine contemporáneo o de cine de los márgenes, siempre
se puede encontrar buena parte de lo que se busque.
 
A los ojos de un cinéfilo de los años ochenta, esta situación podría
describirse, al menos, como envidiable y deliciosa. Pero a ese
cinéfilo también habría que contarle que la cartelera ofrece casi
exclusivamente cine infantil y adolescente, cine lleno no sólo de
efectos especiales, sino de usos efectistas. Habría que contarle que
pese a que por fin podemos ver, de manera digna, los Hawks, los
Rossellini, los Fuller, los Renoir o los Kurosawa que añoramos, a
nadie parece importarle mucho. Hoy es casi imposible involucrarse en
una conversación sobre el pesimismo del último John Ford, del abismo
que separa a Keaton de Chaplin o de lo subvalorado que aún resulta ser
Howard Hawks. Habría que contarle a ese cinéfilo que el cine en blanco
y negro se menosprecia sin el menor pudor por los menores de cuarenta,
incluso si se trata de gente leída e inteligente. Habría que contarle
que los amantes del cine tienen una cultura hoy cada día más dispersa,
que ya nadie ve lo mismo y que, por lo tanto, ya nadie habla sobre lo
mismo. Sí, habría que contarle que hoy se tiene un acceso gigantesco a
películas, a información sobre ellas, pero que todo el acto de mirar
películas, leer sobre ellas y discutirlas se ha trivializado de una
manera que le costaría imaginar.
 
Extraña paradoja.

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