...Y A LA LUZ TEMBLOROSA DE FOGONES Y TEAS CHISPORROTEANTES

Gente cruda
por Antonio Gil
Diario Las Últimas Noticias,
Jueves 23 de diciembre de 2010
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A los pies de un risco desnudo,
bautizado como Santa Lucía,
una noche de diciembre de 1534
y a la luz temblorosa de fogones
y teas chisporroteantes,
un grupo de hombres atezados,
barbados y zarrapastrosos,
con los rostros surcados de cicatrices
y picoteados de viruelas,
vistiendo jubones harapientos,
botas de caña hasta las rodillas
y cotas de malla oxidadas,
escucha la Misa del Gallo
cantada en Chile.

Son guerreros duros,
gente cruda,
curtidos muchos de ellos
en las feroces guerras de Flandes
y en las innumerables escaramuzas
con los nativos, desde el istmo de Panamá
hasta nuestro dulce valle central,
regado entonces por un Mapocho cristalino.

Esos hombres de puñal fácil,
dueños de unos cojones acerados
y de una muy viva codicia,
son el variopinto contingente
que venido de los más diversos
rincones de una España en decadencia
se afincó en esta tierra.

El pintor fray Pedro Subercaseaux,
en el siglo XIX
retrata -idealizándolo- a este grupo,
al que dota en su tela
de elegantes aires cortesanos,
perfumados y galantes,
muy alejados de las trazas de bandoleros,
rufianes, piratas y peligrosos aventureros
que con toda seguridad cargaban
aquellos primeros cristianos
llegados a nuestro territorio.
[N. del Ed.:
yo diría que el cuadro aludido
fue pintado en el siglo XX
ya que fray Pedro nació
en diciembre de 1880, y los últimos
años del siglo XIX fueron años
de formación artistica].

Ahí estaría, mirando con su único ojo,
Pedro de Gamboa, el alarife
que trazó Santiago.

Y estarían también
Diego García de Cáceres,
quien plantó la primera viña,
y doña Inés de Suárez,
pareja de Valdivia,
y la única mujer entre los presentes.

Mirando desde lejos,
agazapados entre los espinos,
no es difícil imaginar
a los picunches,
naturales de este valle
y que dieron origen
a nuestra raza mestiza,
observando con desconcierto
la celebración
del misterio de la misa
y escuchando el latín
como un sonar
de hierros entrechocándose.

Poco se diferencia de su feligresía,
salvo por la casulla,  el cura
Rodrigo González de Marmolejo, quien oficia.

Y bien poco los otros diez mercedarios
y los tres clérigos que conforman el grupo
que lo secunda en la celebración de la liturgia,
con los mandobles al cinto de sus sotanas.

Curas bravos, celebrando con sus hombres
el júbilo del nacimiento del Cristo en Belén.

Ya el 25 de diciembre de 1492,
y con la presencia de Cristóbal Colón,
se había celebrado en América
la primera Navidad, allá, lejos,
en la desembocadura del río Guarico,
por la costa norte de Haití,
en un fuerte construido
con los restos de la carabela Santa María,
la que se había malogrado sin remedio
al maniobrar en un bajío.

Recordemos que el nombre
de la Misa del Gallo se origina
en una antigua fábula que asegura
que el primer ser vivo
que presenció el nacimiento
del niño Jesús en la cueva de Belén
y lo comunicó al mundo fue un gallo.

Bajo el cielo limpio de nuestro valle,
con toda seguridad habrá cantado
esa noche un gallo collonca,
el macho de la gallina ancestral
que pone prodigiosos huevos azules.

Y Gamboa habrá alzado su único ojo,
recordando el corral familiar
en su lejano pueblo de Pozuelos de Andía.

Feliz Navidad.

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