El peatón mojado por Jaime Bayly Diario LaTercera, 25-07-2005 Cuando me fui a vivir a Miami, hace ya trece años, descubrí el programa de televisión de David Letterman y me hice adicto a él. Entonces Letterman tenía bastante más pelo que ahora, no usaba anteojos, solía ponerse medias blancas y todavía no había sido operado a corazón abierto. Yo soñaba con hacer un programa que tuviera esa mirada cínica y burlona sobre todas las cosas y, por supuesto, también sobre uno mismo. Nadie era tan bueno como Letterman haciendo entrevistas sorprendentes, impredecibles, mezclando a un ritmo arrollador preguntas serias con disparates cómicos. Nadie era tan bueno como él disparando monólogos de humor sobre la actualidad, burlándose de los famosos, haciendo escarnio de sí mismo, jugando con el público. Letterman era el mejor, el número uno. Había que imitarlo. Durante años traté desesperadamente de copiarlo y tener éxito, pero no lo conseguí. Cuando comprendí que no sería nunca la versión latina de mi ídolo, me resigné a una idea mucho más modesta, pero de todos modos estimulante: visitar el teatro Ed Sullivan, en la avenida Broadway de Manhattan, y, confundido entre el público, ser testigo de la grabación de su programa. Soñaba con ver a Letterman en acción y, con mucha suerte, salir fugazmente, dos o tres segundos, en su programa, riéndome o aplaudiendo desde mi butaca. Por eso, apenas llegué a Manhattan en junio, corrí al teatro y me puse en la larga fila de personas que deseábamos presenciar esa tarde la grabación del programa de Letterman. Fui advertido de que mis posibilidades de entrar era remotas, pero me aferré a esa vaga esperanza y no me moví de la cola. Hora y media después, ya a punto de entrar, una mujer de modales bruscos anunció que el teatro estaba lleno y que debíamos irnos. Me acerqué a ella y le pregunté quién era el invitado principal del programa. Me dijo que Ben Stiller. Me dio mucha pena, porque Stiller era uno de mis actores favoritos y Zoolander una de las películas más graciosas que había visto. Volvía descorazonado al hotel cuando recordé que a veces Letterman sacaba una cámara a la calle y la hacía fisgonear y fastidiar en la pequeña bodega de un comerciante oriental, a espaldas del teatro. Caminé un par de cuadras, entré en la bodega, le pedí un autógrafo a su ya famoso dueño, quien lo firmó con cierto desdén, y me quedé esperando, junto con otras diez o veinte personas, a que de pronto apareciera la cámara, guiada por Letterman desde el estudio. Si tenía mucha suerte, podía aparecer un segundo en el programa, saludando desde la puerta de la bodega, o incluso podía ser llamado a jugar uno de los juegos tontos que Letterman solía proponerle al bodeguero oriental. Desgraciadamente, no era mi día de suerte: cuando ya el camarógrafo estaba listo para hacer su recorrido callejero, algún percance técnico ocurrió, y entonces hizo señas desesperadas a un productor, advirtiéndole que la cámara estaba fallando, y el productor avisó enseguida al estudio y se canceló el segmento con el bodeguero oriental. Desde la calle, los desolados espectadores comprendimos que no saldríamos esa noche en el programa, ni siquiera desde la bodega, y nos dispersamos, abatidos, derrotados, pero dispuestos, sin embargo, a encender el televisor a las once y media de la noche. Ya me iba caminando a solas, hundida la mirada en el ardiente asfalto de Broadway, cuando un potente chorro de agua me dio en la cabeza y la espalda, sacándome de golpe del estado melancólico en que me hallaba. Me detuve, mire a mi alrededor, no pude descubrir el origen de la agresión acuática y, tras secarme un poco, seguí caminando, triste y mojado, hacia Central Park. Esa noche, ya en el hotel, puse el programa de Letterman, envidié a los espectadores que pudieron entrar al teatro y, como siempre, me reí con los excesos, desafueros y transgresiones del anfitrión. De pronto, vi con perplejidad que anunciaba un segmento nuevo, que consistía en emboscar a ciertos peatones incautos, mojándolos con un chorro de agua que salía desde algún lugar furtivo. Luego la cámara mostró a un peatón moroso, zigzagueante, algo regordete, indudablemente tonto o confundido, se diría que de humor sombrío, y Letterman decidió que ese peatón merecía ser desasnado con un buen baño de agua y entonces apretó un botón y un latigazo de agua cayó sobre el desafortunado transeúnte y el público se rió a carcajadas y Letterman también. Por supuesto, ese peatón tonto y mojado era yo. Fue un momento glorioso. Había cumplido uno de mis sueños, salir en el programa de David Letterman. No fue como lo había soñado, pues quedé como un idiota redomado, pero quizá fue incluso mejor, porque logré que Letterman se riera de mí.
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