La Débâcle

FERNANDO VILLEGAS,La Moneda (24804457)



El título de esta columna no es una gratuita y afrancesada pirueta verbal para asombrar o molestar a los lectores. Tiene razón de ser, como muy pronto se verá. Es el mismo que el célebre autor Emile Zola dio a una de sus más contundentes novelas, publicada en 1892 a 22 años del evento del que trata y a 10 años de su muerte. “Debacle”, su obvia traducción al español, no sería útil porque el término apenas se usa o, en verdad, nunca. “Débâcle” es la poderosa, correcta y quizás única manera para caracterizar en francés, con una sola palabra, el meollo de lo que Zola describió en las más de 500 páginas del libro. Es un juicio con el cual de seguro estarán de acuerdo todos quienes lo han leído, pero quizás también los que no lo han hecho; aun en este caso ese extraño acento montado en mitad de palabra, ese signo cabalgando sobre una vocal como funesto jinete del Apocalipsis convierte la entera expresión en algo ominoso, amenazante, siquiera inquietante; es, “débâcle”, el término con que se alude a lo más desastroso que pueda ocurrirle a una sociedad: un brutal, súbito y completo derrumbe.
Zola narra la “débâcle” de Francia en su guerra contra Prusia, conflicto librado en 1870 y que sacó a Francia de la normalidad -por ajada que ésta ya estuviese- destruyendo en menos de dos meses el ejército y al régimen de Napoleón III y luego, en menos de un año, destruyendo las milicias ciudadanas y la comuna de París. Con esa guerra se precipitó el derrumbe de la Francia del Tercer Imperio, su carnaval y oropel al parecer interminables, los 20 años que vieron el crecimiento acelerado del país pero también hicieron surgir, incubarse y madurar todas las corrupciones, todas las debilidades, todos los conflictos, todas las divisiones, todas las rabias, todas las frivolidades e inequidades.
Derrumbes
Cuando la guerra llegó -y en gran medida los franceses se arrojaron a ella en una inconsciente búsqueda de una salida o alivio a las tensiones de la nación-, Francia, superada en número y organización, en unidad y determinación, fue derrotada en todas las batallas. Las tropas francesas, provistas de un rifle  inmensamente superior al prusiano, les infligieron a estos últimos terribles pérdidas, pero mientras los prusianos estaban dispuestos a aceptar que la furia del mortífero “Chassepot” los diezmara salvajemente en el curso de sus asaltos de infantería, aun así seguían adelante mientras en cambio los soldados franceses, desmoralizados, hijos de una nación partida en dos, desconfiados de sus oficiales, rabiosos, maltratados, mal dirigidos, sintiéndose mucho más enemigos de sus superiores que del enemigo, no estaban tan dispuestos a inmolarse enfrentando mano a mano a un adversario capaz de soportar colosales bajas. Y entonces cedían.
No es de extrañar que sucediera. En los dos o tres años que precedieron la catástrofe -la débâcle- ya no había autoridad creíble en Francia. El gobierno se mostraba incapaz de controlar las calles de París, apaciguar a la prensa que lo hostigaba, calmar a los intelectuales que lo zaherían, satisfacer al proletariado urbano y aplacar a los campesinos. Como resultado el  emperador, su corte y su personal del Estado estaban completamente desacreditados. La economía se había detenido luego de 15 años de crecimiento y los escándalos de corrupción eran cosa de todos los días. Para capear las olas se anunciaban y celebraban plebiscitos. Más aun, un poco antes de la guerra Napoleón III llevó a cabo cambios constitucionales con los cuales quiso relegitimar el régimen, democratizándolo, aunque sin otros resultados que enardecer a la oposición más extrema. En el fondo, en la esencia del asunto, tras esas perturbaciones particulares una parte importante de la población francesa sentía que el “modelo” instaurado por Napoleón III era sencillamente ilegítimo.
Autoridad
Lo primero extraviado por Napoleón III en el curso de los últimos años de su régimen fue un elemento esencial de todo sistema político que pretenda preservarse: el sentimiento de estar ejerciendo legítimamente su autoridad. Este sentimiento no consiste sólo en sentir y saber -o al menos creer- que se posee el derecho legal a impartir órdenes y tomar decisiones, sino principalmente se substancia en la voluntad de hacerlo, la cual a su vez sólo puede nacer y conservarse si tras ella, como fundamento, hay una firme convicción de que el orden social del que esa autoridad emana y para el cual opera es, a su vez, enteramente legítimo.
El deterioro en la convicción de la validez de la autoridad que se ejerce, primer paso en el resquebrajamiento de todo orden social, no es cosa añeja que sólo aparezca en libros de historia y se relate en una novela del siglo XIX. Ocurre en cualquier época y lugar. Es suceso y proceso de ocurrencia siempre posible. Y si acaso Napoleón III, ese crepuscular remedo de su tío, por añadidura enfermo y políticamente paralizado, perdió esa convicción en los últimos años de su régimen, hoy observamos cómo en Chile, en muy distintas circunstancias, ha bastado sólo un año para que la autoridad y el sentimiento de ser cosa legítima esté en graves dificultades.
Como es usual en estos procesos de desgaste, el deterioro viene de muy lejos. Comenzó y se manifestó en el plano cultural -de eso harán unos 10 años- con un rechazo del orden tradicional en lo que tocaba a un par de temas puntuales, la sexualidad y el matrimonio; luego fueron puestos en la picota la totalidad de los valores y principios de ese orden; hoy el proceso de deslegitimación, en la plenitud de su madurez, ha llegado ya al decisivo nivel de las instituciones políticas, jurídicas y económicas. Todavía más, se alcanzó esta fase con un personal -gran parte del actual gobierno- no muy distante en sus ideas y estados anímicos de los grupos políticos que niegan estridentemente, desde la calle, todo valor al sistema vigente; por lo tanto, aun siendo titulares del poder no creen sinceramente en la validez de su posición y los domina cierta ambigüedad e incomodidad al ocuparla; de hecho la entera institucionalidad  es el mismo adversario contra el cual ya en su juventud blandieron el puño. Por eso, cuando la lengua se desata y las precauciones se olvidan, hablan sin tapujos de reconstruir en su totalidad la mentalidad y cultura personal y colectiva de Chile.
Abdicación
Este no creer en lo que hacen o debieran hacer si creyeran, esta desconfianza en la validez del mandato institucional que han recibido mientras hablan profusamente, en compensación, del “mandato ciudadano”, esta falta de convicción para ejercer autoridad conforme a la ley, es asunto muy serio que tendrá consecuencias. Una autoridad que no cree realmente en lo que hace y al contrario, como el intendente Huenchumilla, se pone en el lugar de quienes debieran sentir el imperio de la ley que él maneja, automáticamente la convierte en entidad vacía, en mero nombre o título, en una farsa. El mismo caso degenerativo opera en la desfalleciente concepción que tiene de su cargo el intendente Orrego, quien notoriamente sufre de debilidad doctrinaria y sentimental hacia los nenes; de ahí su abandono de deberes respecto del más simple y casi anecdótico aspecto en que existe y se presenta la ley y el orden, esto es, en el uso del espacio público; Orrego, como Huenchumilla, han abdicado de su deber. Peor aun, ellos no son sino parte muy menor de una máquina enteramente conformada por engranajes igualmente sueltos y laxos. Siendo ya notoria tan extraordinaria renuencia a controlar la continuidad de la vida cotidiana en ese, el más elemental sentido de todos, ¿qué otro control se puede ejercer? ¿Qué otra clase de actos de gobierno gestionar? Cuando toda disposición legal y acción policial parece excesiva, abusiva, criminal e injusta, ¿cómo se pondrá coto a los niveles de violencia creciente que inevitablemente llegarán? ¿Con qué recursos se pondrá límite a la presión de los grupos de interés? Y si tal barrera no puede erigirse, ¿cómo se frenará a quienes desean derribarlo todo para instaurar su propia versión del paraíso?

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