Poder Constituyente: El poder de la incertidumbre


Diario El Mercurio, lunes 25 de mayo de 2015

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Se ha anunciado un proceso constitucional 
que puede convertirse fácilmente en un camino de incertidumbre. 

Sobre todo si se olvida que el Poder Constituyente, 
fundamento de este proceso, conlleva, junto a lo grandioso, 
oscuros peligros sobre los que hay que reflexionar.

El Poder Constituyente es una categoría 
diseñada por el abate Sieyes en 1789, 
al calor de la Asamblea Constitucional francesa. 

En su época condensó la más alta 
aspiración política del racionalismo dieciochesco: 
rehacer una nación desde cero por medio de normas ideales 
reputadas «perfectas», elaboradas por expertos intérpretes 
de la razón universal y de la voluntad popular. 

Tan expertos, que desde sus despachos 
formulaban recetas de gobierno 
y declaraciones de derechos 
como quien escribe recetas de cocina.

El resultado fue desastroso. 

Ninguna Constitución ideal se avino con el país real. 
Solo incertidumbre. En tan solo diez años, 
Francia conoció cuatro Constituciones «perfectas» en el papel: 
la de 1791, del año I (1793), del año III (1795) y del año VIII (1799). 

Mientras tanto, la milenaria 
estabilidad política y jurídica del antiguo reino 
cayó por los suelos hasta el advenimiento de Napoleón, 
quien a su vez también estableció una Constitución tras otra: 
la del año X (1802) y del año XII (1804), 
abrogadas asimismo a los pocos años. 

Es el precio de no respetar la Constitución histórica, 
como ha recordado en nuestro medio Bernardino Bravo.

Sacar a colación el proceso constitucional francés, 
un auténtico paradigma, no deja de ser oportuno. 

Hoy como ayer, el mito del Poder Constituyente tiene mucho de ilusorio. 

Permite iniciar el proceso de dar y quitar Constituciones de papel 
como si la realidad pudiera contenerse dentro del léxico jurídico. 

Basta con imaginar el mejor de los mundos posibles, que ya cabe en la Constitución. 

Es lo que Gaxotte denomina la «buena república», 
o Derrida «la democracia para otro día». 

Garantizar constitucionalmente a las generaciones presentes 
fórmulas de buen gobierno o derechos realizables 
a cuenta de un futuro que nunca llega.

La Constitución puede asegurar 
la representación política, 
pero si no hay prestancia y pulcritud 
en los representantes, el texto queda en nada. 

La salud puede consagrarse como derecho justiciable, 
pero si el país no es capaz de producir infraestructura adecuada 
o recursos humanos, tecnológicos y materiales suficientes, 
solo tendremos un bonito enunciado lingüístico. 

Podemos incluso hablar de educación de calidad, 
pero a ella no llegaremos mientras la cultura, 
incluso la urbanidad, vayan en retroceso.

También el Poder Constituyente 
se asocia a un peligro de sabor totalitario. 

En su tiempo, los jacobinos
lo transformaron en un poder demiúrgico, 
un poder total, que no reconocía 
ni libertad ni propiedad previa. 

Un poder además permanente y estable 
destinado a poner en jaque a los poderes constituidos.

Pocos son los que hoy en día evocan 
esta faceta totalitaria del Poder Constituyente. 

Muchos la cubren evocando el consenso o la participación popular. 

Pero lo cierto es que no es un problema de número, sino de alcance: 
si realmente se cree que el Poder Constituyente es refundacional, 
que puede hacer tabla rasa de nuestro actual régimen de derechos y de gobierno, 
aún de aquellas bases que nos han llevado al desarrollo 
y a la posesión pacífica de libertades concretas, entonces lo único cierto, 
constitucionalmente hablando, es la incertidumbre. 

Cabría preguntarse si el país le ha dado 
al Poder Constituyente competencia tan desmedida.

Julio Alvear Téllez
Centro de Justicia Constitucional
Universidad del Desarrollo

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