Horas implacables por Roberto Merino


Diario Las Últimas Noticias
Lunes 18 de mayo de 2015

Entre el Santiago que conocí en la infancia
y el actual hay una especie de parecido,
como el que podrían tener dos parientes lejanos.

A veces, inopinadamente, 
una esquina, unos techos 
o una aglomeración de árboles bajo el sol
provocan la ilusión de que el tiempo no ha pasado.

Pero lo que mayoritariamente predomina
es la evidencia de las transformaciones constantes,
del vórtice feroz que succiona los años,
de las cosas que dejan de ser para siempre.

Jamás diría 
que la ciudad de antes
era mejor que la de hoy.

Uno tiende a establecer en el pasado
la felicidad que no puede pillar en el presente.

Da la impresión de que 
inventamos esplendores pretéritos 
para completar las zonas grises
o vacías de nuestra existencia.

Quien sabe qué imagen 
va a rendir esta ciudad en el futuro
para los que ahora son niños.

Es posible que el mito
de la edad de oro
se está gestando en sus almas
en este mismo momento.

Me parece, de hecho,
que el Santiago de hoy
es más entretenido y diverso
que el de antes, 
que se nos daba saturado 
de cotidianeidad regular y monótona.

Ese es un aspecto que ha cambiado favorablemente.

La vieja uniformidad provinciana e insular
parece haber quedado como un dato de archivo.

Hace poco, a la salida del horrible 
terminal de buses de la Alameda,
escuché en un mismo envión
hablar en chino, en francés haitiano
y en castellano de otra parte del continente.

Ni siquiera se trataba de turistas,
sino simplemente de gente que iba pasando.

Si tuviera que señalar un rasgo propio
de la dinámica actual de nuestra ciudad
pensaría en la idea de lo implacable.

Muy frecuentemente, hacia el atardecer,
promediando la hora peak 
de los atochamientos y de la ansiedad,
he tenido la sensación de estar perdido
en el medio de algo inmenso,
de una mancha voraz que regurgita
y se contrae a ritmo termodinámico.

En tales ocasiones me intuyo a mí mismo
cortado por la luz de los focos de los autos,
o como un bulto mimetizado 
entre miles de otros bultos en desplazamiento.

En este sentido la ciudad opera como modelo
de una forma de comportamiento habitual de la vida humana.

Suponemos que habitamos momentos protegidos
y espacios inmóviles, tanto que en el lenguaje técnico
o siútico las casas se denominan inmuebles.

El hecho es que basta un leve alejamiento
en el punto de vista para darse cuenta
de que nada de eso es estable.

Estamos regidos por lo implacable.

Son implacables a la erosión,
el envejecimiento, la pérdida, el olvido,
todas aquellas esferas que no podemos controlar.

La ciudad muchas veces nos devuelve,
como si fuera un espejo oscurecido,
la figura de nuestra insignificancia
mientras nos orientamos por señaléticas
y tomamos escaleras mecánicas.

Esta es una constatación 
que se perfila nítidamente
en cuanto nos abandona
la omnipotencia de la juventud.

En sueños vemos nuestro nombre
talado en una lápida junto a un par de fechas,
y sabemos que éstas son informaciones
que no le importan a nadie.

____


A propósito de esto último,
Fabio Morábito comenta 
en una reciente entrevista 
que siempre la ha llamado la atención 
como los nombres propios, 
vehículos utilitarios por excelencia,
una vez que son nombres de difuntos
adquieren una vida lingüística y mitológica propia,
porque ya están separados de su función apelativa...

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