Un vejete sabio predica en el parque...¿Y? [¿Cómo quieren que no me contradiga si estoy buscando la verdad? (Unamuno)

JUAN MANUEL VIAL, REDICA-EN-EL-PARQUE/647341_400



En una breve nota que sirve como introducción al texto central de este libro -un conjunto de máximas enumeradas desde el número 1 al 259-, un personaje desconocido nos explica que lo que leeremos a continuación consiste, precisamente, en los dichos que cierto anciano “de figura robusta y rolliza”, más bien chicoco, pronunció en público, prácticamente a lo largo de un año, en un rincón poco transitado de algún parque en Alemania. Con el correr del tiempo se fue formando una pequeña audiencia alrededor del excéntrico hablante (su figura por momentos recuerda a la de un predicador callejero, claro que en este caso nuestro hombre luce un sombrero bombín), misma audiencia desde donde salieron las 3 personas que, una vez desaparecido el vejete, decidieron reunirse para poner por escrito, en la medida de lo posible, toda la sabiduría que éste compartió con un público casual y con aquellos que, cautivados por sus decires, decidieron persistir.
“Al final sólo quedamos 3. ¿Por qué razón decidimos dar cuenta de nuestras conversaciones con el señor Zeta a unos contemporáneos que no habían oído hablar nunca de él? Naturalmente, él es el auténtico autor de nuestro compendio, aunque, hasta donde sabemos, nunca escribió negro sobre blanco ni una sola de sus frases. De hecho, no podemos garantizar la corrección de nuestras anotaciones. Por un lado, porque, como él mismo nos advirtió en una ocasión, la memoria engaña; por otro, porque a menudo discutimos entre nosotros”.
Una de las primeras frases para el bronce que pronuncia el señor Zeta es: “Contradíganme, pero sobre todo contradíganse ustedes mismos. Uno sólo debe mantenerse fiel a aquello que no dice”. El sesgo filosófico-práctico de sus dichos frecuentemente contiene un saludable componente de cinismo, lo que lo convierte, pese al misterio jamás aclarado sobre su persona y sus circunstancias, en un personaje simpático e incluso cercano. Además, salta a la vista que el anciano es un tipo culto e inteligente. Cuando se le pregunta su opinión sobre los ateos, por ejemplo, responde que lo que más le irrita de ellos vendría a ser “su dogmatismo”.
Adorador de la máquina de afeitar, despreciador de la educación (“Como legítima defensa contra los niños podía tener su justificación, pero su inconveniente era que los adultos se creían más listos que sus hijos”), enemigo de las personas que creen en un control absoluto por parte de la razón, sarcástico con el trabajo de los diseñadores contemporáneos, celador del sueño ajeno (“Lo único seguro es que el ser humano no puede hacer ningún mal mientras duerme. Por ello nadie debería nunca despertar a nadie, a menos que se queme la casa”), admirador de la poesía de la Szymborska, lector de Mandelstam, seguidor hasta cierto punto de Montaigne, contrario a que se elogie a alguien por ser trabajador,  el señor Zeta también se presentó como un hombre flemático: “La ira pasaba rápido, pero consumía mucha energía. Tampoco la cólera duraba toda la vida. La indignación, en cambio, actuaba a largo plazo. No había que despilfarrarla por motivos insignificantes”.
Lúcido, irónico y provocador, el protagonista de Reflexiones del señor Z. puede perfectamente ser el alter ego del autor del libro, el gran escritor alemán Hans Magnus Enzensberger. Hay entre ellos muchas similitudes. Pero tal vez ninguna de ellas sea tan evidente como la eficacia en estimular los debates que hoy en día verdaderamente importan: “Antes”, dijo Z., “se hablaba muy a menudo del lumpenproletariado. ¿No va siendo hora de ocuparse de una vez, para variar, de la lumpenburguesía?”.

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