Teresa de Ávila y el genio del idioma



Santa Teresa de Jesús se ignoró como escritora, y la abismal desproporción entre esa ignorancia de sí misma y la grandeza de su escritura es un caso único en la historia de la palabra escrita.  

por Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez Langlois)

Diario El Mercurio, Artes y Letras, domingo 25 de enero de 2015
http://diario.elmercurio.com/2015/01/25/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/E5122F80-A55D-4206-A5D9-161910391D68.htm?id={E5122F80-A55D-4206-A5D9-161910391D68}
 
Si alguien le hubiera dicho a Santa Teresa de Jesús que era escritora, ella se habría muerto de la risa, porque escribió sus numerosos libros por pura obediencia a sus superiores, y robando horas nocturnas a un sueño que mucho necesitaba, en una celda desnuda sin mesa ni silla, a la luz de una llama vacilante, apoyada en un poyo de piedra junto a una ventana de tosco cañamazo, por donde se colaba el gélido viento de la meseta castellana. Y escribió esos miles de páginas al correr -al volar- de la pluma, sin jamás corregir ni revisar lo ya escrito, sin pensar jamás en un público lector, y en suma, como quien carece de toda pretensión literaria.

Con Cervantes, en la cumbre misma

Y sin embargo, aun escribiendo en esas condiciones, cuando se posee el genio del idioma en forma inocente, y se escribe sobre lo experimentado con tanta intensidad -su vida, su oración mística, sus fundaciones-, bien se puede ser no solo escritora sino una de las grandes, alguien que con Cervantes alcanzó quizá la cota máxima de la prosa en lengua castellana, nunca superada después del Siglo de Oro. Su escritura es tan sabrosa, que si hoy nos cuesta leerla es solo porque su idioma -medio siglo anterior al del Quijote- nos suena a arcaico y lo es, ya que estaba en plena formación (entre 1550 y 1600 el castellano "cristalizó", por decirlo así). Pero esa misma circunstancia hace afirmar a Azorín que ella es, en cuanto al estilo, "más lección que Cervantes", ya que en este "tenemos el estilo hecho, y en Teresa vemos cómo se va haciendo".
Esta "inculta" monja de Ávila, cuyas lecturas eran mínimas -unos pocos libros de devoción y, de niña, algunos novelones de caballería andante-, ha sido leída de generación en generación por innumerables lectores, ya en razón de su santidad, ya de su belleza literaria, ya de ambas cosas a la vez. Es Doctora de la Iglesia en compañía de inteligencias como San Agustín o Santo Tomás de Aquino; es maestra de teología espiritual; es la cumbre de la mística española y de toda mística; y es quien, por simple intuición y conocimiento directo del alma, llegó a saber más sobre la neurastenia y la depresión ("melancolía" la llamaba) que Charcot en lo psiquiátrico tres siglos después, mientras que todo un Leibnitz o un Bergson se declararon, en lo filosófico, ampliamente tributarios de su influjo.

Pero el encanto de su escritura nos llama a ceñirnos a lo literario. Es difícil decir mejor ese encanto que fray Luis de León: "En la alteza de las cosas que trata, y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir, y en la pureza y facilidad del estilo, y en la gracia y buena compostura de las palabras, y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua una escritura que con ellos se iguale". Me pregunto quiénes han podido llegar a su altura en materia de lenguaje coloquial, y no porque ella lo pretendiera con artificio, sino simplemente porque, más que escribir, ella -como sentenció Víctor García en una fórmula feliz- hablaba por escrito.

Una escritura inocente

En esta su inocencia creadora, aun San Juan de la Cruz -su alma gemela- le va muy a la zaga. Cierto es que Juan de Yepes estuvo también muy lejos de sentirse lo que hoy llamamos un "escritor", y que forjó altos versos místicos en una cárcel, sin papel ni pluma, reteniéndolos en la memoria; sin embargo, él se sabía inscrito con plena conciencia en una tradición literaria y en un género ancestral, el poema. Santa Teresa no conoció nada semejante. ¿Cuáles fueron sus "géneros literarios"? Hoy diríamos, en forma anacrónica, que fueron las memorias y el ensayo: la historia de su vida y de sus andanzas fundacionales del Carmelo reformado, y la descripción y el análisis de su oración mística. Pero, por una parte, ella jamás soñó en escribir "ensayos de teología espiritual"; por otra, la idea de escribir sus "memorias" personales le habría parecido el colmo de la ridiculez: si contó su vida -en ese maravilloso libro llamado simplemente "Vida"- fue porque la obligaron a hacerlo, sin saber qué eran unas memorias. Por lo demás, ella escribía para la exclusiva utilidad espiritual que sus prelados quisieran dar a sus manuscritos, y con un relativo escepticismo sobre esa utilidad. En una palabra, se ignoró como escritora, y la abismal desproporción entre esa ignorancia de sí misma y la grandeza de su escritura es un caso único en la historia de la palabra escrita.

Una anécdota ilustra bien esta inocencia suya. Cuando uno de sus confesores le pidió escribir tales o cuales experiencias suyas -lo que serían las "Moradas"-, ella, que terminó por obedecer, como hizo siempre, de buenas a primeras le repuso que fueran los letrados quienes escribieran, y no una monja tonta que no sabía lo que decía: que la dejaran tranquila para cumplir sus deberes conventuales, porque ella no tenía salud ni estilo. Y en realidad vivió 67 años con enfermedades y dolores tales, que habrían tumbado en la invalidez a cualquier varón recio de nuestro siglo; y con todo, tuvo la energía para hacer, hablar y escribir una obra que no cupiera en muchas vidas rebosantes de salud. Fue una monja contemplativa pura, pero su acción estremeció a Europa, y su reforma de la vida religiosa vivificó a la Iglesia universal. Vivió en la pobreza y la humildad más rigurosas, pero tuvo el "mundo" suficiente para tratar con discreto señorío a duquesas y reyes. Su espíritu frecuentó las cumbres de la divinidad, pero al mismo tiempo su conversación fue graciosa y simpática como pocas; su sentido común fue abrumador, y su sentido espontáneo del humor fue tal, que pocos humoristas de profesión podrían comparársele.
Menéndez Pelayo decía de ella que habló de Dios y de los más altos misterios teológicos como en plática familiar de hija castellana junto al fuego. Azorín pensaba que el "Libro de su Vida" no tiene igual como profundidad y penetración, y que los más agudos analistas del yo, un Stendhal o un Constant, no la igualaban. Y si estos comentarios pueden sonar a chauvinismo hispánico, terminemos con la impresión de Beauchesne: "Como fenómeno literario, Teresa de Jesús es el escritor más personal que haya producido el genio español, y quizá el genio cristiano".

Agregaré un dato útil para quienes quieran leer una biografía suya: las hay muchas y muy buenas, pero yo no conozco otra mejor, más sutil y amena que la "Vida de Santa Teresa" de Marcelle Auclair.

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