Israel fue el encargado
de realizar la misión
de reunir a todos los pueblos
en la descendencia de Abraham,
y realizar, de esta manera,
la promesa de la universalidad.
Israel creyó, erróneamente,
en hacer esta unidad
a partir de un cierto número
de prácticas particulares:
la ley, el sábado, la circuncisión.
Pero sólo la fe de Abraham
era capaz de reunir a todas las naciones.
Y los hebreos no supieron desvincular
la fe de Abraham de sus prácticas legales.
El anuncio de un nuevo Pueblo de Dios,
de dimensiones universales,
que fue prefigurado y preparado
en el pueblo elegido,
se realiza plenamente en Jesucristo,
en quien converge y se recapitula
todo el plan de Dios.
En Él, todo lo que era división
encuentra plena unidad.
Convocando a los Magos de Oriente,
Jesús comienza a reunir a los pueblos,
y a dar unidad a la gran familia humana,
la cual será realizada perfectamente
cuando la fe en Jesucristo
hará caer las barreras existentes
entre todos los hombres.
Y en la unidad de la fe,
todos se sentirán hijos de Dios,
igualmente redimidos
y hermanos entre ellos.
Este nuevo pueblo
que es la Iglesia,
comunidad de los creyentes,
a través de los siglos
realiza y testimonia
la llamada universal
de todos los hombres
a la salvación, por medio
de la obra unificadora de Jesucristo.
Es significativa
la visión final
del Nuevo Testamento,
una multitud de razas,
de pueblos y de lenguas
que saludan en Dios
al Rey de las Naciones,
y que habitarán
en la nueva Jerusalén,
donde la familia humana
reencontrará la verdadera unidad.
La unidad
que nos trae Cristo
no es uniformidad,
sino que respeta
la originalidad
de cada uno.
Cada originalidad
está llamada a seguir
la estrella de Dios,
estrella de Dios
que podemos identificar
con el mandamiento del amor:
Amarás al Señor, tu Dios,
con todo el corazón,
con todas tus fuerzas,
con toda tu inteligencia,
con todo tu ser,
y a tu prójimo
como Cristo nos amó.
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La Eucaristía Diaria
Lecturas y oraciones de la celebración eucarística
Departamento de Liturgia del Arzobispado de Santiago
Enero de 2015 - N˚1.
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