Life itself es un documental estrenado en Estados Unidos a mediados del año pasado y que no dejó indiferente a nadie. Sus imágenes incluso pueden ser tremendamente golpeadoras para quienes no sepan las condiciones en que Roger Ebert vivió sus últimos años, luego que un cáncer a la tiroide lo tuviera al borde de la muerte en 2002. Se le hizo una primera operación que fue exitosa. Pero al poco tiempo la metástasis hizo saber que el problema estaba más extendido. Ahí comenzó un calvario que le fue amputando, operación tras operación, la mandíbula inferior y parte de una mejilla. Perdió el hueso maxilar inferior, pero le retuvieron la carne que lo recubría, desde luego caída y sin movimiento. Lo notable es Ebert mantuvo hasta donde pudo el pulso de su vida divertida e intensa y no se echó a morir. Permitió incluso que el Esquire lo fotografiara en febrero del 2010. Permitió también que Steve James (Hope Dreams) hiciera este documental duro, de 120 minutos de duración, que retoma la historia de su vida a partir de las memorias que Ebert publicó el año 2011, agregándole imágenes en directo de lo que fueron sus últimos años, cuando quedó prácticamente postrado, sin comunicación verbal, pero con una mente endemoniadamente activa que era capaz de desplegarse con una energía inaudita en las páginas de su blog. El suyo hasta llegó a ser un blog con más seguidores que el de muchas figuras de la farándula.
Ebert dice que no recuerda mucho cómo se metió tanto en el cine, hasta llegar a ser un cinéfilo consumado. Lo que sí sabe es que más allá de las decepciones que le podía generar el cine actual, las películas siguieron siendo para él un ámbito donde se divertía y lograba alcanzar grados insospechados de plenitud. La película da cuenta de sus inicios profesionales en Urbana, una pequeña localidad del estado de Illinois, de su traslado a Chicago, donde desde 1967 se hizo cargo de una columna de crítica de cine que llegó a estar sindicalizada por más de 200 periódicos en los Estados Unidos. Era agudo, punzante, jugado y divertido para escribir. Era un maestro en el uso del adjetivo. Quizás no entraba a las profundidades de otros críticos, más alejados del día a día o más academicistas, pero conectaba bien con las audiencias, que en su caso nunca dejaron de ampliarse y crecer. Cuando en 1976 llegó a la televisión para hacer un programa junto a su competidor, Gene Siskel, que escribía para el Chicago Tribune, Ebert no era exactamente una celebridad, pero ya había ganado un Pulitzer y la mecha estaba instalada para que el rating la encendiera. Resultado: en cosa de meses se transformó, en su país al menos, en el crítico de cine más popular de la historia. La cinta deja en claro que en esa relación dialéctica con Siskel, donde se daban duro recíprocamente semana a semana defendiendo cada cual sus gustos y prioridades, levantando o bajando el pulgar para salvar o condenar un estreno, había no sólo un interesante fair play profesional sino también un desacomodo vital imposible de resolver. Siskel era más competitivo y Ebert, sobre todo desde que se casó a los 50 años con Chaz, una novia afroamericana que lo asistió hasta el final, desde que superó sus años de disociación y alcoholismo, se fue poniendo menos agrio, más divertido y también más natural. Ya no tenía máscaras tras las cuales ocultarse. Eso explica quizás que haya tenido tanta energía para dar su batalla tan larga contra el cáncer. Fueron 11 años interminables, pero donde él a pesar de todo encontró espacios y recodos para el gozo y la felicidad.
Son muchos los testimonios convocados por este documental prolijo y con sentido. Colegas de sus primeros tiempos, amigos del oficio, voces provenientes del pasado bohemio de Chicago, declaraciones de cineastas como Scorsese, Werner Herzog o Raimin Bahrani, colegas de la critica como A.O. Scott del NY Times o Ricahrd Corliss, del Time, con quien polemizó a raíz de las estrellas, pulgares arriba o pulgares abajo, con que la crítica gringa se fue simplificando en los años 80 y 90.
Aunque tal vez un documental jamás va a permitir capturar las verdades más profundas de una persona (la propia película lleva a pensar que en su caso estaban en la familia tanto como en el cine), ningún dato es más difícil de encuadrar en el perfil de este crítico apasionado, insaciable y generoso que el hecho de haber escrito en 1970 el guión de Más allá del valle de las muñecas, una cinta de culto dirigida por Russ Meyer, cineasta especializado en chicas pechugonas que siempre trabajó al filo del cine porno y que capitalizó en su época el culto al busto en la erótica norteamericana. Pocas cintas son más picantes, bizarras, infames y ridículas que ésa; pocas también hay más entrañables y divertidas. Había en Ebert más perversidad de la que insinuaba su cara de niño gordito y aplicado. Pero era también una perversidad muy asociada a los códigos del cine que lo alimentaron e inspiraron. Al final fue su lealtad a esos códigos, por encima de la gravedad en que a veces puede incurrir la crítica, lo que le dio tanta autoridad a su prosa y a su voz.
Semanas antes de morir, Ebert había parado los tratamientos y firmado una orden contraria a maniobras médicas de emergencias. Ya estaba bueno. Había cumplido los 70 años y no podía quejarse de no haber hecho lo que quiso. “Las películas no serán lo mismo sin Roger”, dijo el presidente Obama cuando le rindió homenaje. Pero de alguna manera, su voz sigue resonando en las películas que le gustaban: Vértigo, Aguirre, La ira de dios, Apocalypse now, Ciudadano Kane, La dolce vita, La general, Toro salvaje, 2001, Odisea del espacio, Los cuentos de Tokio, El árbol de la vida… Dicho en corto, inmortalidad pura.
Ebert dice que no recuerda mucho cómo se metió tanto en el cine, hasta llegar a ser un cinéfilo consumado. Lo que sí sabe es que más allá de las decepciones que le podía generar el cine actual, las películas siguieron siendo para él un ámbito donde se divertía y lograba alcanzar grados insospechados de plenitud. La película da cuenta de sus inicios profesionales en Urbana, una pequeña localidad del estado de Illinois, de su traslado a Chicago, donde desde 1967 se hizo cargo de una columna de crítica de cine que llegó a estar sindicalizada por más de 200 periódicos en los Estados Unidos. Era agudo, punzante, jugado y divertido para escribir. Era un maestro en el uso del adjetivo. Quizás no entraba a las profundidades de otros críticos, más alejados del día a día o más academicistas, pero conectaba bien con las audiencias, que en su caso nunca dejaron de ampliarse y crecer. Cuando en 1976 llegó a la televisión para hacer un programa junto a su competidor, Gene Siskel, que escribía para el Chicago Tribune, Ebert no era exactamente una celebridad, pero ya había ganado un Pulitzer y la mecha estaba instalada para que el rating la encendiera. Resultado: en cosa de meses se transformó, en su país al menos, en el crítico de cine más popular de la historia. La cinta deja en claro que en esa relación dialéctica con Siskel, donde se daban duro recíprocamente semana a semana defendiendo cada cual sus gustos y prioridades, levantando o bajando el pulgar para salvar o condenar un estreno, había no sólo un interesante fair play profesional sino también un desacomodo vital imposible de resolver. Siskel era más competitivo y Ebert, sobre todo desde que se casó a los 50 años con Chaz, una novia afroamericana que lo asistió hasta el final, desde que superó sus años de disociación y alcoholismo, se fue poniendo menos agrio, más divertido y también más natural. Ya no tenía máscaras tras las cuales ocultarse. Eso explica quizás que haya tenido tanta energía para dar su batalla tan larga contra el cáncer. Fueron 11 años interminables, pero donde él a pesar de todo encontró espacios y recodos para el gozo y la felicidad.
Son muchos los testimonios convocados por este documental prolijo y con sentido. Colegas de sus primeros tiempos, amigos del oficio, voces provenientes del pasado bohemio de Chicago, declaraciones de cineastas como Scorsese, Werner Herzog o Raimin Bahrani, colegas de la critica como A.O. Scott del NY Times o Ricahrd Corliss, del Time, con quien polemizó a raíz de las estrellas, pulgares arriba o pulgares abajo, con que la crítica gringa se fue simplificando en los años 80 y 90.
Aunque tal vez un documental jamás va a permitir capturar las verdades más profundas de una persona (la propia película lleva a pensar que en su caso estaban en la familia tanto como en el cine), ningún dato es más difícil de encuadrar en el perfil de este crítico apasionado, insaciable y generoso que el hecho de haber escrito en 1970 el guión de Más allá del valle de las muñecas, una cinta de culto dirigida por Russ Meyer, cineasta especializado en chicas pechugonas que siempre trabajó al filo del cine porno y que capitalizó en su época el culto al busto en la erótica norteamericana. Pocas cintas son más picantes, bizarras, infames y ridículas que ésa; pocas también hay más entrañables y divertidas. Había en Ebert más perversidad de la que insinuaba su cara de niño gordito y aplicado. Pero era también una perversidad muy asociada a los códigos del cine que lo alimentaron e inspiraron. Al final fue su lealtad a esos códigos, por encima de la gravedad en que a veces puede incurrir la crítica, lo que le dio tanta autoridad a su prosa y a su voz.
Semanas antes de morir, Ebert había parado los tratamientos y firmado una orden contraria a maniobras médicas de emergencias. Ya estaba bueno. Había cumplido los 70 años y no podía quejarse de no haber hecho lo que quiso. “Las películas no serán lo mismo sin Roger”, dijo el presidente Obama cuando le rindió homenaje. Pero de alguna manera, su voz sigue resonando en las películas que le gustaban: Vértigo, Aguirre, La ira de dios, Apocalypse now, Ciudadano Kane, La dolce vita, La general, Toro salvaje, 2001, Odisea del espacio, Los cuentos de Tokio, El árbol de la vida… Dicho en corto, inmortalidad pura.
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