En el perfil que precede la reciente edición de Desolación que ha publicado Ediciones UDP, Leila Guerriero sale a buscar a Gabriela Mistral sólo para chocar con sus múltiples identidades y versiones. Mistral está y no está ahí y Guerriero, quizás paranoica, anota cómo la escritora chilena desdibuja y bifumina su origen, su nombre, la muerte de su sobrino/hijo Yin Yin, su odio a Amanda Labarca, sus relaciones con la política y la literatura. Así, Mistral es un mito construido por ella misma, alguien que “escribía como un alma del siglo XIX. Pensaba como un revolucionario de años que no conoció”. No es raro leerla así: Mistral es un enigma que se acrecienta con los años gracias a esa mezcla entre anacronismo y ultramodernidad que siempre la definió. No es raro leerla así: desde que bajó del panteón de los héroes escolares, sus lectores estuvimos obligados a enfrentarnos de nuevo con su escritura, pero también con sus silencios, acaso criptogramas en el campo de nuestro canon literario.
Eso porque hay pocos debuts más feroces que Desolación, su primer libro, que se publicó en Nueva York en 1922. Está ahí Mistral de cuerpo completo o más bien la promesa de su silueta, gracias a textos esenciales, como “Poema del hijo” o “Los sonetos de la muerte”, además de canciones de cuna, prosas de varios tipos y clásicos como “Balada”. Pero, ¿quién es Mistral?: Desolación es un libro multiforme, una suma de intereses, un mapa en clave quizás. Aparecen en él los lugares comunes con los que se ha construido su caricatura (las máscaras de la maestra y de la mujer abandonada, de la americanista, de la viajera), pero estos se trizan al comparecer con la escritura misma, cuya intensidad excede cualquier descripción que se pueda hacer de ella: “Que estoy tejiendo en este silencio, en esta quietud, un cuerpo, un milagroso cuerpo, con venas, y rostro, y mirada, y depurado corazón”.
“Dios me perdone este libro amargo”, anota ella misma en los agradecimientos que cierran el volumen, pero es imposible no leer esa declaración con sospecha. A casi un siglo de su publicación original, el volumen resulta irreductible y tiene esa habilidad de los clásicos de renovar sus lecturas de modo inesperado. Desolación, de este modo, se vuelve un texto en clave, un libro sembrado de las trampas que su autora puso ahí para construir su propio rostro y el de quienes quiso como los restos de una vida: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? /¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,/ las lunas de los ojos albas y engrandecidas, /hacia un ancla invisible las manos orientadas?”. Por supuesto, el misterio sigue ahí. No sabemos qué hacer con Gabriela Mistral, con su fantasma, que en realidad es un cuerpo de carne y hueso, tan inexorable como demoledor, en nuestra literatura.
“Desolación”, de Gabriela Mistral.
Eso porque hay pocos debuts más feroces que Desolación, su primer libro, que se publicó en Nueva York en 1922. Está ahí Mistral de cuerpo completo o más bien la promesa de su silueta, gracias a textos esenciales, como “Poema del hijo” o “Los sonetos de la muerte”, además de canciones de cuna, prosas de varios tipos y clásicos como “Balada”. Pero, ¿quién es Mistral?: Desolación es un libro multiforme, una suma de intereses, un mapa en clave quizás. Aparecen en él los lugares comunes con los que se ha construido su caricatura (las máscaras de la maestra y de la mujer abandonada, de la americanista, de la viajera), pero estos se trizan al comparecer con la escritura misma, cuya intensidad excede cualquier descripción que se pueda hacer de ella: “Que estoy tejiendo en este silencio, en esta quietud, un cuerpo, un milagroso cuerpo, con venas, y rostro, y mirada, y depurado corazón”.
“Dios me perdone este libro amargo”, anota ella misma en los agradecimientos que cierran el volumen, pero es imposible no leer esa declaración con sospecha. A casi un siglo de su publicación original, el volumen resulta irreductible y tiene esa habilidad de los clásicos de renovar sus lecturas de modo inesperado. Desolación, de este modo, se vuelve un texto en clave, un libro sembrado de las trampas que su autora puso ahí para construir su propio rostro y el de quienes quiso como los restos de una vida: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? /¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,/ las lunas de los ojos albas y engrandecidas, /hacia un ancla invisible las manos orientadas?”. Por supuesto, el misterio sigue ahí. No sabemos qué hacer con Gabriela Mistral, con su fantasma, que en realidad es un cuerpo de carne y hueso, tan inexorable como demoledor, en nuestra literatura.
“Desolación”, de Gabriela Mistral.
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