Diario El Mercurio, viernes 09 de enero de 2015
El profesor Loewe *,
de la Universidad Adolfo Ibáñez,
parece que piensa que los llamados del Papa
a oponerse al aborto y "pensar" antes de decidir
se refieren solo a los creyentes.
Luego, los que no creen pueden estar tranquilos,
porque no han sido llamados en esta causa.
Y, asimismo, el matar directamente al inocente
sería malo para unos y para los otros no,
y ello, según sus personales creencias.
Pura subjetividad.
La consecuencia -y no de fe-
de tal razonamiento es clara:
"El ser humano corre el riesgo
de ser reducido a un mero engranaje
de un mecanismo que lo trata
como un simple bien de consumo
para ser utilizado, de modo que
-lamentablemente lo percibimos a menudo-
cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo,
se la descarta sin tantos reparos,
como en el caso de los enfermos,
los enfermos terminales,
de los ancianos abandonados y sin atenciones,
o de los niños asesinados antes de nacer"
(Francisco, en el Parlamento Europeo).
El pensamiento del profesor Loewe
es la expresión del liberalismo que nos invade
y que da lugar a las llamadas teorías del descarte,
en expresión del Papa Francisco.
Descarte del no nacido, del anciano,
del pobre, del enfermo, etcétera.
Descarte de la objetividad y, por ello
-vaya paradoja-, descarte de la razón.
Sus frutos son amargos y dolorosos para las personas.
Reclama que un debate verdadero
no puede apelar a peticiones de principios.
Asume que la oposición al aborto
tiene que ver con verdades religiosas reveladas;
de este modo, atacando la fuente de las razones
evita el esfuerzo de analizarlas en su mérito
y argumentar en contrario.
Sujeta las enseñanzas religiosas,
morales y filosóficas a que sean razonables
-según su peculiar concepción de la razón "pública",
respecto de la cual no hace más que citar a Rawls-
y a que se atengan en sus propuestas
a los cánones de la democracia constitucional,
la nueva verdad y criterio
rector omnisciente e infalible,
sin mayor fundamento que una gran fe en ella
(mire usted las vueltas de la vida).
Con palabras de Benedicto,
se trata de una postura laicista
que, como su opuesto el fundamentalismo,
hace que se "pierda la posibilidad
de un diálogo fecundo
y de una provechosa colaboración
entre la razón y la fe,
y esto vale también para la política,
que no debe creerse omnipotente".
Y sin perjuicio de que fe y razón no se oponen,
es necesario destacar que en
los Estados democráticos modernos
la religión es considerada
un elemento esencial del orden de la polis,
como lo son otros factores a los que sus políticas
deben atender y hacer progresar.
No es el Estado el que debe hacer un acto de fe,
pero debe reconocer que la fe de los ciudadanos
tiene consecuencias sociales que deben estar
presentes a la hora de llevar adelante
el bien común y que no se pueden obviar
en una sociedad plural, menos en una sociedad
como la nuestra, cuya identidad y alma
se han configurado gracias a la fe católica.
Con buenas palabras, el profesor nos dice
lo mismo que los liberales de otrora:
la religión y sus expresiones
pueden manifestarse, pero desde las sacristías.
El problema es que para ello opone
e impone su particular fe en el Estado laicista
como el mejor garante del bien común
y la dignidad y derechos de todas las personas.
Vaya petición de principios.
+Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo
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