Conductores
"Cada conductor, junto con infringir a cada instante las reglas del tránsito, es su más celoso guardián cuando el que debe respetarlas es el que marcha a su lado..."
No sé manejar. Nunca aprendí a conducir un automóvil. Lo intenté cuando nació la segunda de mis hijas, para poder trasladar a la mayor al colegio mientras la madre se ocupaba de la recién nacida. Dios sabe que lo intenté. Dios y el amigo que hizo de instructor. Anduvimos dando vueltas cerca de dos horas. Se diría que todo funcionó más o menos bien, salvo por mi completa falta de destreza para hacer coincidir los cambios (entonces mecánicos) con la presión del pie sobre el embrague. Una falta de sincronía que hacía que el auto se detuviera a cada instante y que ambos, instructor y aprendiz, nos fuéramos una y otra vez contra el parabrisas.
Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue el mareo. Un fuerte vértigo cuando bajé del auto de mi amigo y puse nuevamente pies en tierra firme. Me fui derecho a la cama y ese fue el momento en que supe que nunca manejaría. Mi padre estuvo en la Escuela Naval y recién vino a saber que se mareaba con ocasión del viaje de instrucción en la "Esmeralda". Pasó 6 meses tumbado en la litera de su camarote y apenas bajó en dos o tres puertos, sostenido por sus compañeros. Hasta ahí llegó su carrera naval, aunque más tarde trabajó como técnico balístico en lo que entonces se llamaba Subdepartamento de Municiones. Contiguo a este se encuentra el Club Naval de Campo de Las Salinas, que él ayudó a construir cuando era una simple cabaña a la que llamaban "El refugio". ¿Por qué nunca pregunté a mi padre qué hacía él ocupándose de municiones de guerra y levantando sedes sociales en una población naval?
El mareo era cosa hereditaria -lo sabía-, aunque no esperaba que cayera sobre mí con motivo de la primera lección sobre cómo conducir un vehículo. Creo que al aferrar la dirección miraba no hacia delante, sino hacia abajo, en dirección a la calzada que íbamos dejando atrás, y fue así como me mareé. Cierta vez, en 1970, antes de la llegada de mis hijas, yo mismo subí a la "Esmeralda", invitado a tomar té por su comandante. Era una apacible tarde de verano y la embarcación se hallaba atracada al molo, pero no duré ni 10 minutos a bordo. El casi imperceptible balanceo bastó para marearme.
Me imagino que la psicología del conductor de automóviles está suficientemente estudiada. Yo soy solo testigo de ella cada vez que soy conducido por alguien, una posición -la de acompañante o pasajero- desde la que puedo observar la tensión del que va al volante y las infracciones que él y los demás cometen a cada instante, tratando de ganar espacios a como dé lugar y utilizando la bocina como implacable castigo que aplicar a cualquier conductor que hace lo mismo que todos, llegado el momento, también harán.
Los conductores de autobuses, al menos en la región donde vivo, son especialistas en enardecerse y bocinear al colega que los adelanta y cruza en un paradero, algo que ellos mismos harán, si pueden, en la siguiente parada. Todo por ganar un pasajero. Los conductores, de cualquier clase que sean, son los reyes del doble estándar: una vara muy flexible y acomodaticia para ellos, y otra rígida y severa para los demás. Como quien dice, la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Cada conductor, junto con infringir a cada instante las reglas del tránsito, es su más celoso guardián cuando el que debe respetarlas es el que marcha a su lado. Se enfurecen ante las faltas ajenas, o ante lo que interpretan como tales, pero nunca admiten las propias.
Acabo de leer "La fiesta de la insignificancia", de Milan Kundera, un librito que, con perdón del autor checo, hace honor a su nombre. Sin embargo, Kundera acierta cuando hace decir a uno de sus personajes que la vida es una lucha de todos contra todos, en la que vencerá aquel que consiga hacer que el otro se sienta culpable y en la que perderá el que confiese su culpa. Si dos transeúntes van por la calle y se topan, gana el que insulta al otro y pierde el que pide perdón.
¿Estaría Kundera pensando también en los conductores de automóviles de nuestros días y en su frenético, contaminante y ensordecedor tránsito por calles que parecen hormigueros de apiñados vehículos que no encuentran ya por dónde avanzar?
Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue el mareo. Un fuerte vértigo cuando bajé del auto de mi amigo y puse nuevamente pies en tierra firme. Me fui derecho a la cama y ese fue el momento en que supe que nunca manejaría. Mi padre estuvo en la Escuela Naval y recién vino a saber que se mareaba con ocasión del viaje de instrucción en la "Esmeralda". Pasó 6 meses tumbado en la litera de su camarote y apenas bajó en dos o tres puertos, sostenido por sus compañeros. Hasta ahí llegó su carrera naval, aunque más tarde trabajó como técnico balístico en lo que entonces se llamaba Subdepartamento de Municiones. Contiguo a este se encuentra el Club Naval de Campo de Las Salinas, que él ayudó a construir cuando era una simple cabaña a la que llamaban "El refugio". ¿Por qué nunca pregunté a mi padre qué hacía él ocupándose de municiones de guerra y levantando sedes sociales en una población naval?
El mareo era cosa hereditaria -lo sabía-, aunque no esperaba que cayera sobre mí con motivo de la primera lección sobre cómo conducir un vehículo. Creo que al aferrar la dirección miraba no hacia delante, sino hacia abajo, en dirección a la calzada que íbamos dejando atrás, y fue así como me mareé. Cierta vez, en 1970, antes de la llegada de mis hijas, yo mismo subí a la "Esmeralda", invitado a tomar té por su comandante. Era una apacible tarde de verano y la embarcación se hallaba atracada al molo, pero no duré ni 10 minutos a bordo. El casi imperceptible balanceo bastó para marearme.
Me imagino que la psicología del conductor de automóviles está suficientemente estudiada. Yo soy solo testigo de ella cada vez que soy conducido por alguien, una posición -la de acompañante o pasajero- desde la que puedo observar la tensión del que va al volante y las infracciones que él y los demás cometen a cada instante, tratando de ganar espacios a como dé lugar y utilizando la bocina como implacable castigo que aplicar a cualquier conductor que hace lo mismo que todos, llegado el momento, también harán.
Los conductores de autobuses, al menos en la región donde vivo, son especialistas en enardecerse y bocinear al colega que los adelanta y cruza en un paradero, algo que ellos mismos harán, si pueden, en la siguiente parada. Todo por ganar un pasajero. Los conductores, de cualquier clase que sean, son los reyes del doble estándar: una vara muy flexible y acomodaticia para ellos, y otra rígida y severa para los demás. Como quien dice, la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Cada conductor, junto con infringir a cada instante las reglas del tránsito, es su más celoso guardián cuando el que debe respetarlas es el que marcha a su lado. Se enfurecen ante las faltas ajenas, o ante lo que interpretan como tales, pero nunca admiten las propias.
Acabo de leer "La fiesta de la insignificancia", de Milan Kundera, un librito que, con perdón del autor checo, hace honor a su nombre. Sin embargo, Kundera acierta cuando hace decir a uno de sus personajes que la vida es una lucha de todos contra todos, en la que vencerá aquel que consiga hacer que el otro se sienta culpable y en la que perderá el que confiese su culpa. Si dos transeúntes van por la calle y se topan, gana el que insulta al otro y pierde el que pide perdón.
¿Estaría Kundera pensando también en los conductores de automóviles de nuestros días y en su frenético, contaminante y ensordecedor tránsito por calles que parecen hormigueros de apiñados vehículos que no encuentran ya por dónde avanzar?
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