"La Presidenta dijo de la reforma educacional lo que antes había dicho del Transantiago: desoyó su primera intuición. La historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda como comedia..."
En el " Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte" -que es uno de los textos más políticos que escribió- Marx atribuye a Hegel la sentencia según la cual en la historia las cosas acontecen dos veces. Pero agrega: la primera como tragedia, la segunda como comedia.
La Presidenta Bachelet esta semana contribuyó a verificar la sentencia de Marx.
En efecto, en una entrevista aparecida en la revista Capital, frente a la pregunta de si acaso fue un error no comenzar la reforma por la educación pública, respondió:
"Mi primer sentido fue partamos por la educación pública mientras vamos haciendo los otros avances".
Todos saben que el Gobierno, desgraciadamente, desoyó ese "primer sentido" suyo. En vez de hacerle caso emprendió una reforma al sector particular subvencionado que, de resultar en la forma que fue originalmente diseñada, despoblaría al sector educacional que su "primer sentido" le sugería, ante todo, mejorar.
Su respuesta a esa entrevista obligó a recordar lo que ocurrió con el Transantiago y las explicaciones que la Presidenta dio a la hora del estropicio. Entonces dijo que su primera intuición le había advertido de las dificultades que provocaría una implementación de una sola vez.
¿Qué decir de esa frase dicha dos veces y que arriesga ser trágica la primera vez y cómica la segunda?
Hegel (y también Freud) sugiere que la repetición es un indicador de que existe una estructura subyacente que la produce. La repetición no sería pues un accidente, sino una muestra de algo permanente, de lo que el acto o la frase repetida es una muestra involuntaria. En el caso de la Presidenta Bachelet, esa estructura consiste en emplear su personalidad -su subjetividad- como el recurso principal en la arena de la política. Su envidiable empatía, su capacidad de establecer relaciones de intimidad a distancia, derivan de ese hecho: la capacidad de desplegar naturalmente su subjetividad. Ella, por supuesto, no miente ni simula ni trata de excusarse cuando alude a su "primer sentido" en el caso de la reforma educativa o cuando esgrime la "intuición" en el caso del Transantiago. Ella está siendo lo que es: una personalidad que se despliega espontánea, frente a una pregunta o una dificultad cualquiera, con la naturalidad de la respiración.
Esa es la fuente de su éxito. Pero es también su mayor defecto.
En la complejidad de la sociedad moderna -una sociedad de masas, con expansión del consumo, expectativas crecientes y una pormenorizada diferenciación de funciones- la mera subjetividad, incluso la de la Presidenta Bachelet, no basta para gobernar, evaluar políticas públicas o sopesar consecuencias. Por eso los políticos exitosos tocados por la vara mágica del carisma -alguien con carisma, dijo Weber, está dotado de gracia- cuentan con cuadros profesionales que ayudan a avistar los problemas y domar, por decirlo así, la facticidad. Pero, como es obvio, cuando esos cuadros son inexpertos, o están hipnotizados por ensoñaciones globales, la subjetividad se revela en lo que es: una mera subjetividad.
Es difícil decirlo y quizá por eso todos lo saben y todos lo callan: no es razonable que a la hora de las políticas públicas los ciudadanos descubran que están entregados a la simple subjetividad, no a las razones o la deliberación de quien adopta las decisiones. Toda decisión política tiene como un componente suyo la subjetividad -eso es demasiado obvio como para subrayarlo- pero esa subjetividad, antes de transformarse en una acción que afecta la vida de millones de personas, y especialmente si está animada por propósitos de transformaciones estructurales, debe pasar por el tamiz del asentimiento racional y técnico.
En su declaraciones la Presidenta Bachelet es extremadamente sincera, pero esa sinceridad pone al descubierto lo preocupante de su liderazgo: ella, al esgrimir su subjetividad por igual a la hora del triunfo o del fracaso, se sitúa más allá del control racional de los ciudadanos, quienes así solo deben decidir si adhieren a esa subjetividad o la rechazan.
Eso puede ser exitoso en la arena política del día a día, pero le hace mal a la deliberación democrática y al control de las decisiones públicas.
La Presidenta Bachelet esta semana contribuyó a verificar la sentencia de Marx.
En efecto, en una entrevista aparecida en la revista Capital, frente a la pregunta de si acaso fue un error no comenzar la reforma por la educación pública, respondió:
"Mi primer sentido fue partamos por la educación pública mientras vamos haciendo los otros avances".
Todos saben que el Gobierno, desgraciadamente, desoyó ese "primer sentido" suyo. En vez de hacerle caso emprendió una reforma al sector particular subvencionado que, de resultar en la forma que fue originalmente diseñada, despoblaría al sector educacional que su "primer sentido" le sugería, ante todo, mejorar.
Su respuesta a esa entrevista obligó a recordar lo que ocurrió con el Transantiago y las explicaciones que la Presidenta dio a la hora del estropicio. Entonces dijo que su primera intuición le había advertido de las dificultades que provocaría una implementación de una sola vez.
¿Qué decir de esa frase dicha dos veces y que arriesga ser trágica la primera vez y cómica la segunda?
Hegel (y también Freud) sugiere que la repetición es un indicador de que existe una estructura subyacente que la produce. La repetición no sería pues un accidente, sino una muestra de algo permanente, de lo que el acto o la frase repetida es una muestra involuntaria. En el caso de la Presidenta Bachelet, esa estructura consiste en emplear su personalidad -su subjetividad- como el recurso principal en la arena de la política. Su envidiable empatía, su capacidad de establecer relaciones de intimidad a distancia, derivan de ese hecho: la capacidad de desplegar naturalmente su subjetividad. Ella, por supuesto, no miente ni simula ni trata de excusarse cuando alude a su "primer sentido" en el caso de la reforma educativa o cuando esgrime la "intuición" en el caso del Transantiago. Ella está siendo lo que es: una personalidad que se despliega espontánea, frente a una pregunta o una dificultad cualquiera, con la naturalidad de la respiración.
Esa es la fuente de su éxito. Pero es también su mayor defecto.
En la complejidad de la sociedad moderna -una sociedad de masas, con expansión del consumo, expectativas crecientes y una pormenorizada diferenciación de funciones- la mera subjetividad, incluso la de la Presidenta Bachelet, no basta para gobernar, evaluar políticas públicas o sopesar consecuencias. Por eso los políticos exitosos tocados por la vara mágica del carisma -alguien con carisma, dijo Weber, está dotado de gracia- cuentan con cuadros profesionales que ayudan a avistar los problemas y domar, por decirlo así, la facticidad. Pero, como es obvio, cuando esos cuadros son inexpertos, o están hipnotizados por ensoñaciones globales, la subjetividad se revela en lo que es: una mera subjetividad.
Es difícil decirlo y quizá por eso todos lo saben y todos lo callan: no es razonable que a la hora de las políticas públicas los ciudadanos descubran que están entregados a la simple subjetividad, no a las razones o la deliberación de quien adopta las decisiones. Toda decisión política tiene como un componente suyo la subjetividad -eso es demasiado obvio como para subrayarlo- pero esa subjetividad, antes de transformarse en una acción que afecta la vida de millones de personas, y especialmente si está animada por propósitos de transformaciones estructurales, debe pasar por el tamiz del asentimiento racional y técnico.
En su declaraciones la Presidenta Bachelet es extremadamente sincera, pero esa sinceridad pone al descubierto lo preocupante de su liderazgo: ella, al esgrimir su subjetividad por igual a la hora del triunfo o del fracaso, se sitúa más allá del control racional de los ciudadanos, quienes así solo deben decidir si adhieren a esa subjetividad o la rechazan.
Eso puede ser exitoso en la arena política del día a día, pero le hace mal a la deliberación democrática y al control de las decisiones públicas.
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