Entre las trincheras de 1914 y la Isla de los Muertos
Ernst Jünger, fallecido en 1998, a los 103 años de edad convertido en un gran personaje literario de su nación alemana, dejó como notable testimonio de su acción en la I Guerra Mundial sus diarios y la novela "Tempestades de acero", que son evocados aquí por el escritor chileno.
por Jorge Edwards
Diario El Mercurio, Cuerpo Cultural Artes y Letras
Domingo 7 de septiembre de 2014
http://diario.elmercurio.com/2014/09/07/artes_y_letras/artes_y_letras/noticias/E98F7BF3-2308-4FC7-9F7F-A4207D38EC4E.htm?id={E98F7BF3-2308-4FC7-9F7F-A4207D38EC4E}
El clásico de la literatura alemana del siglo XX fue, al menos para mi gusto, en mi visión personal de las cosas, Thomas Mann. El marginal, hombre de la lengua, aunque no de la nación, recreador de la novela del romanticismo, la de Kleist y de E. T. A. Hoffman, fue Franz Kafka. Ernst Jünger se impuso en forma gradual, desde una experiencia de los límites, como hombre de letras, pensador, ensayista y novelista. Nació en 1895 y murió, todavía lúcido, convertido en el gran personaje literario de la nación alemana, en 1998. Poco antes había sido visitado en su residencia por el Presidente de Francia, François Mitterrand, en compañía del canciller Helmut Kohl. No solo era un símbolo de la nación: era un agente de la reconciliación entre alemanes y franceses, de la nueva unidad europea. Su posición final, en esos últimos años del siglo XX, era comparable a la de Goe- the a finales del XVIII y comienzos del XIX. Sólo él tenía una visión universal comparable: una poderosa mente filosófica, una escritura literaria única, una inagotable capacidad científica. Según su impresionante testimonio de la guerra de trincheras ("Diario de Guerra 1914-1918", Tusquets Editores, 2005), hubo momentos de cañoneo atronador en que él, a falta de una ocupación mejor, se dedicó a buscar en su refugio, coleccionar, describir y dibujar coleópteros. La teoría de los colores de Goethe parece prolongarse en Ernst Jünger en ciencia de escarabajos y mariposas. En ambos autores encontramos una reverencia frente al misterio de la naturaleza, una mirada de lejano carácter místico, una observación intensa, prolongada, inspirada, de origen lejanamente religioso.
Ernst Jünger se formó en una familia campesina del norte de Alemania. A los 18 años de edad, después de haber terminado su educación secundaria, ingresó por espíritu de aventura a la Legión Extranjera. Su padre se dio el trabajo de viajar y de sacarlo de la Legión por un golpe de autoridad, pero a finales del año siguiente, en los últimos meses de 1914, se unió a la conscripción bélica. En su Diario de Guerra, el día 6 de octubre de 1915, anota que "hace un año entré al ejército para vivir aventuras (¡Triste, pero cierto!)". Después de un año sabía que había sido una decisión juvenil alocada, irracional, en el fondo absurda, pero ya no podía retroceder. Amaba el peligro, a pesar de todo, y el lector intuye que la cercanía de la muerte le provocaba un placer anormal, una forma de éxtasis. Siempre fue voluntario para las operaciones bélicas más arriesgadas y obtuvo varias veces las máximas condecoraciones militares, desde la Cruz de Hierro hasta la Orden al Mérito más codiciada y exigente de esa época. Los generales más importantes, militares de escritorio, como los describió en ocasiones, comprendieron que era, a sus escasos años, un soldado único, de una audacia y de una claridad estratégica completamente superiores. Distinguía el ruido de las diversas clases de proyectiles y sabía avanzar en zig-zag, aprovechando cráteres de obuses y otros refugios improvisados. Exigía que sus soldados supieran protegerse y que no cometieran imprudencias. Llegó a formar, hacia comienzos de 1917, un pelotón de tropas de asalto aguerridas y de una fidelidad a toda prueba. Uno se pregunta si el joven soldado-escritor no estaba dominado por una fiebre belicista que tenía un lejano parentesco con la poesía. Es probable que sí, pero era capaz de combatir y de pensar en otras cosas, de escribir cartas a su familia y a algunos amigos, de leer en los breves descansos de la agotadora batalla obras maestras de la literatura del enemigo, desde Alfonso Daudet hasta Laurence Sterne y su Caballero Tristram Shandy. Y no abandonó nunca los cuadernos donde anotaba su experiencia diaria. Ya no recuerdo si fue herido de bala seis o siete veces, con diferentes niveles de peligro, aunque siempre con extraordinaria suerte, y sus períodos en los hospitales de la retaguardia le servían para poner en orden sus cuadernos, sus lecturas, su infatigable correspondencia.
Hubo amoríos con muchachas de pueblos franceses ocupados, en algunos casos con jóvenes casadas, y las anotaciones en sus cuadernos suelen ser minuciosas y púdicas a la vez, propias de una persona en la que el espíritu bélico iba en paralelo con una curiosa delicadeza, incluso con una elegancia de los sentimientos. No podía ser de otro modo: el joven, ascendido a alférez, disparaba contra los ingleses y dejaba el fusil o la pistola a un lado para leer el Tristram Shandy. En una ocasión, se encontró en el laberinto de las trincheras con un soldado inglés que descansaba. Estuvo a punto de matarlo de un balazo, pero optó por desviar la pistola y conversar con él en impecable francés. Se despidieron amablemente, dándose la mano, y después de tomar un poco de distancia volvieron a la refriega. La muerte adquiría un sello impersonal, una relación con lo inevitable, con el destino humano. Jünger detectaba el silbido de una granada o de descargas de ametralladoras y se preguntaba si estaban destinadas a terminar con su vida. Pero sabía que en general no se alcanzan a escuchar las balas, los obuses, las granadas que terminan con uno. Casi todos sus acompañantes en la guerra murieron o fueron gravemente heridos. Sobrevivir era una sorpresa desconcertante, y él fue uno de los casos de longevidad mayores de su siglo. Poco antes de morir le dijo a un amigo que sentía que ya le había llegado el momento de "atravesar la Laguna Estigia", la que conduce en los libros y en la pintura del romanticismo alemán a la Isla de los Muertos.
Su experiencia de la Primera Guerra, sus cuadernos, sus papeles, sus dibujos, le sirvieron para escribir la novela "Tempestades de acero", muchas veces revisada y mejorada en su lenguaje. Jünger era un escritor artífice de la palabra, un perfeccionista que nunca descansaba. Es una novela de la memoria, del horror, de una belleza de lenguaje que nunca decae. Tuvo un éxito inmediato, y que se expandió por toda Europa, desde su publicación en la Alemania en crisis de 1920. Fue celebrada por André Gide en Francia y por un joven publicista que después adquiriría un rol siniestro en la Alemania nazi, Joseph Goebbels. Goebbels quiso publicar textos de Jünger en las primeras revistas del nazismo, pero el joven escritor comprendió las cosas con la mayor claridad y no le entregó una sola línea. Fue muy atacado después de la segunda guerra, donde actuó como oficial de reserva del Ejército Alemán y dejó un diario de París ocupado y de la guerra en el frente del Este, pero nunca consiguieron demostrar la menor colaboración suya con los nazis. Por el contrario, tuvo que esconder su diario para no ser arrestado. En algún momento, Himmler le sugirió a Hitler que tomara medidas contra Jünger, lo cual habría significado su muerte en la horca, pero se sabe que Hitler contestó que a Jünger "no se lo tocaba". El fuerte tono de nacionalismo de sus escritos de la Primera Guerra lo había salvado. En los diarios de la Segunda Guerra se descubre a otro hombre: un entomólogo acucioso y un lector de la Biblia, interesado en el tema de la paz a través de un pensamiento cristiano. Sus reflexiones sobre la barbarie hitleriana son implacables y no habrían sido perdonadas por el Führer, a quien nombra en sus diarios como "Niébolo". No sólo porque lo denunciaba en su brutalidad, sino porque sabía de antemano que la guerra estaba perdida.
El "Diario de Guerra", que se ha publicado y traducido en los últimos dos o tres años, es un contraste interesante, a menudo fascinante, con la novela de 1920. Es la experiencia cruda, cotidiana, horrenda, anotada con extraña tranquilidad, de los episodios que después fueron llevados a la ficción novelesca, ficción siempre alimentada por las más estrictas realidades. Jünger anotaba todo y a menudo, a causa de la densidad y la aceleración de los sucesos, tenía que abreviar las palabras o saltarse la sintaxis. Había instantes de respiro, de alivio y hasta de borracheras monumentales. El joven alférez del Regimiento 73 de fusileros Hannoverianos, cuerpo histórico y de orígenes monárquicos ingleses, tenía una mezcla de espíritu de grupo, de buen camarada, y de personaje solitario, que podía concentrarse en la lectura o en la contemplación extasiada de un insecto. Corre para evitar una salva de la artillería enemiga y se dice: "Qué cuernos, adelante, una muerte mejor no se encuentra otra vez en cien años" (anotación del 27 de junio de 1916, página 84 de su cuaderno 5).
Es una lectura que de repente cuesta, pero no por su lentitud sino por lo contrario: su intensidad incesante, su carácter desgarrador. Hay cadáveres, inmundicias, peligros mortales por todos lados. La guerra cambió la historia moderna y destruyó muchas cosas para siempre. Quizá destruyó la gran cultura de Occidente y Ernst Jünger fue uno de los primeros testigos cercanos de la horrorosa destrucción. A la vez, supo salvar, con enorme sacrificio, lo que todavía era posible salvar. De ahí los homenajes que recibió en vida y que ahora sigue recibiendo.
Su posición final, en esos últimos años del siglo XX, era comparable a la de Goethe a finales del XVIII y comienzos del XIX.
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