150 años de carreras
por Agustín Squella
Diario El Mercurio
Viernes 26 de septiembre de 2014
He pasado no pocas horas de mi vida
en el Valparaíso Sporting Club.
Fui allí por primera vez
cuando contaba 12 años,
con ocasión del Derby que ganó "Bristol",
montado por uno de los mejores jinetes
que he visto correr: Enrique Araya,
el Negro, como le decían,
el mismo que, desmontado
por su propietario
del favorito "Par de Ases"
días antes del Derby de 1964,
ganó a ese finasangre
con "Kuriñanco", por una cabeza,
ejemplar este último
al que se le atribuía
poquísima opción en la gran carrera.
En la mesa que comparto en el Sporting,
donde he llegado a ser el mayor,
hay dos muchachos de 16
que caen allí durante las vacaciones
y a veces también en períodos lectivos,
sin más explicación,
en el segundo de esos casos,
de que al día siguiente no tienen prueba.
Son los que mejor estudian las carreras
y los que muestran mayor resignación
cuando los caballos no cumplen nuestros deseos.
A esa mesa llegan también dos ex jinetes,
Juan Frías, El Pluto, y Albino Palma, Palmita,
quienes no pocas veces tienen que rendirse
ante la sapiencia hípica de los muchachos.
Ellos, los jóvenes, refrescan el ambiente
y dan continuidad a las generaciones
de felices y desesperados apostadores
que buscamos en el hipódromo
uno de aquellos momentos que -decía Bukovski-
"nos sirven para enmarcar el cuadro".
Somos delgados como el papel
y la hípica enseña a reorganizarse
después de cada fracaso,
o sea, después de cada carrera.
Si juegas un boleto
expresas una esperanza,
aunque sin importar demasiado
que las cosas no resulten bien.
Siempre hay una siguiente carrera,
y si se tratara de la última,
dentro de pocos días el hipódromo
abrirá nuevamente sus puertas
para ofrecer otra jornada
y permitirte el goce de confundirte
con los hípicos madrugadores
que llegan a la primera carrera
y disfrutan el ambiente pastoril
que precede siempre a la largada
de la prueba inicial de cada programa.
Si todo amor funda su prestigio
en ser injustificable,
el amor a la hípica también.
Somos muchos los que jugamos
a los caballos impulsados
por eso que el filósofo Fernando Savater
llama "el turbio y misterioso romanticismo
de las carreras".
Es frecuente que a Savater
le pregunten cómo un filósofo
puede ser aficionado a la hípica,
y su respuesta es siempre la misma:
"pregúntenme mejor cómo un niño
que a los 5 años se enamoró de las carreras
pudo luego transformarse en filósofo".
A diferencia de Savater,
cuyos dos espléndidos libros
sobre el tema he disfrutado,
conozco pocos hipódromos fuera del Sporting.
En esto soy más bien monógamo.
A mí lo que me gusta es el Sporting.
Aparezco a veces por alguno de los de Santiago,
pero se trata de algo infrecuente.
Lo que no puedo perderme
es una sola reunión viñamarina,
así esté enfermo o de viaje.
En un par de ocasiones
he adelantado un vuelo
de regreso al país
solo para llegar a un clásico,
y también he ocultado información
acerca de la alta temperatura
que marca el termómetro
en medio de una gripe.
Así deben funcionar las cosas
cuando se trata de algo importante.
La primera carrera en Chile
se corrió en Valparaíso,
en los llanos de Placilla,
el 8 de septiembre de 1864,
y fue organizada
por la colonia británica
que dio vida al Valparaíso Spring Meeting
y, más tarde, al Valparaíso Sporting.
Son entonces 150 años,
y lo único que siento
es no haber estado aquí, en 1887,
cuando el Derby lo ganó "Wanderer".
Si bien ha ido perdiendo
parte de su rica vegetación,
el Sporting es todavía
una suerte de interrupción rural
en medio de la ciudad.
Tiene algo de viña en Viña.
Son muchos los que caminan allí
solo para escuchar
el latido de la naturaleza
y poner en orden sus pensamientos.
En el momento que pasan
pueden oír el galope de un caballo
que se ejercita temprano por la mañana
o, en una tarde de carreras,
escuchar la grabación
de la excitante trompeta
que llama a poner atención
a los competidores
que van a ingresar al partidor.
Ese es también el instante
en que los últimos apostadores
corren a las cajas, movidos
por una descarga de esperanza.
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