Ascanio Cavallo: Chile no se ha vuelto un país más malo de lo que fue en el último cuarto de siglo, sino uno más difícil de interpretar. ¿Hay alguien que esté comprendiendo lo que realmente ocurre en las capas profundas de la sociedad?‏

ASCANIO CAVALLO, DIARIO LA TERCERA, DOMINGO 14 DE SEPTIEMBRE DE 2014HTTP://VOCES.LATERCERA.COM/2014/09/14/ASCANIO-CAVALLO/EN-QUE-ESTA-CHILE/

¿En qué está Chile?


La que termina debe ser la semana emocionalmente más intensa que ha vivido la Presidenta Bachelet en el primer semestre de su segundo mandato. Tuvo, en apenas unos días, un triunfo histórico, quizás el más importante de la centroizquierda en muchos años, con la aprobación final de una reforma tributaria que llegó a convertirse en una prueba, incluso exagerada, de su fuerza política. Y tuvo, en paralelo, un rebrote del miedo político en toda su extensión posible, desde la inesperada irrupción del terrorismo, con la bomba en la estación Escuela Militar, hasta la muy previsible jornada en que los chilenos se repliegan a sus casas en horas tempranas porque se recuerda un suceso ocurrido hace 41 años.
Ambas cosas presentan caras ambiguas e inestables. No permiten lecturas enteramente concluyentes, ni menos unívocas.
La confirmación de la reforma tributaria puede dar la impresión de que el oficialismo conserva el vigor que tuvo en el momento de ser elegido, y que su éxito confirma el diagnóstico social en que se funda su programa. Pero esto es equívoco, porque la discusión acerca del cambio del modelo impositivo ha sido un proceso casi puramente parlamentario, con componentes altamente técnicos, que está bastante lejos del alcance de una mayoría de los chilenos. No hace falta decir que las campañas de comunicación, a favor o en contra, han tenido poca o ninguna significación en lo sustancial de este debate, que al final se ha resuelto entre una mayoría en el Congreso y la necesidad de negociar ante un adverso panorama económico. Ya no se puede dudar de que el acelerado frenazo del crecimiento ha modificado las expectativas que el gobierno tenía acerca de sus impulsos reformistas.
Al otro lado, el atentado explosivo del lunes sugiere la emergencia de un grupo violentista que ha iniciado una senda de desestabilización de la tranquilidad pública, una idea mucho más estructurada, aunque no lejana, que las de los encapuchados de las marchas públicas, los “resistentes” culturales o incluso las barras bravas, expresiones de furias y frustraciones como las que anidan en cualquier conjunto social. Esto es algo peor. Y por eso no es difícil imaginar la indignación y la amargura de un gobernante  -cualesquiera sean su signo y condición- que enfrenta semejante fenómeno, las sensaciones de injusticia, incomprensión, rabia, alevosía, incluso traición, ante hechos que chocan de manera tan frontal contra sus intenciones y sus estilos.
El atentado no está completamente desconectado del recuerdo del 11 de septiembre de 1973, que a estas alturas se ha convertido en una rareza mundial. Los violentistas de la estación del Metro han buscado establecer un puente de empatía con esa ultraizquierda todavía enfurecida por sus propias fantasías políticas, que encuentra una extraña forma de liberación psíquica haciendo que el resto de los ciudadanos tenga miedo de las calles una noche al año. Pero esa parece ser una alianza de conveniencia, porque son muy poderosos los indicios de que el diseño terrorista pretende ir más allá del “11”, y sería un pecado de ingenuidad refugiarse en la idea de que los cerebros del atentado han dejado de pensar. Su primer objetivo es el miedo -luego vendrán otros- y no se contentarán mientras no lo consoliden.
Ninguno de estos fenómenos, ni los luminosos ni los sombríos, se agota en sí mismo. Más bien, obligan a preguntarse cuál es el estado real de la sociedad y cuánta exactitud tienen las interpretaciones realizadas sobre ella, qué valor se les puede asignar a las encuestas, los indicadores y las estadísticas y, mejor aún, a las agregaciones con que se quiere construir una cierta ingeniería social para los años que vienen.
Chile no se ha vuelto un país más malo de lo que fue en el último cuarto de siglo, sino uno más difícil de interpretar, más multiforme, ambiguo y polifacético. La clase política, desconcertada, cede a la doble tentación de simplificar y refugiarse en sus convicciones más cerriles. Sus figuras más lúcidas retroceden y adquieren protagonismo los buenos para las frases y las consignas rápidas, y se multiplica el activismo de ocasión. Capturan las cámaras los más livianos, los más estridentes, aquellos que, viéndolos, obligan a preguntarse cómo diablos están donde están.
Esta semana hipercondensada -como un raro Aleph político- no deja un juicio sobre el gobierno o la oposición, sino una pregunta mucho más amplia: ¿Hay alguien que esté comprendiendo lo que realmente ocurre en las capas profundas de la sociedad?

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