Todo eso que he ido escondiendo bajo la alfombra pero que inevitablemente comienza escaparse por los bordes...‏

Los ojos al sol

"No tengo tantos recuerdos así con mi padre. Siempre fue de pocas palabras y pocas caricias, pero esa ocasión quedó grabada en mi memoria porque quizás sin proponérselo me enseñó que nada se soluciona si no se enfrenta..."


Durante poco más de una semana me alejé del frío santiaguino. Hace pocos días volé a Los Angeles y desde ahí decidí partir a Vancouver, donde estoy en este preciso instante. Luego de rentar una bicicleta y recorrer gran parte de la isla, he recalado en una playa bañada por un frío océano Pacífico que poco más allá se convertirá en el mar de Alaska. Por lo menos hoy, el sol brilla sin demasiada rudeza, así es que dejo la bicicleta a la orilla del camino y me dispongo a tirarme un rato bajo sus calurosos rayos. Dando una rápida mirada a mi alrededor, me doy cuenta de que la playa está casi vacía, con unas quince personas a lo mucho. Cuando era niño me gustaba cerrar los ojos mientras mi rostro se enfrentaba directamente al de la luz solar. Me entretenía ver las imágenes que se iban formando dentro de mis párpados y que yo poco a poco relacionaba con algún animal o alguna cosa, pero quizás lo que más me gustaba era que, luego de ese proceso, mi mente se iba concentrando en alguna cosa que me pasaba, algún asunto inconcluso.

Esta vez he comenzado el mismo juego. Cierro los ojos enfocando el rostro hacia el cielo, sintiendo como los rayos solares van encegueciéndome rápidamente, dejándome inmerso en una estela de luz amarilla, formando puntitos rojos que parecen unirse y separarse antojadizamente. Ya no soy un niño, pero la sensación es la misma, por unos pocos minutos pienso en mi vida, en lo que me molesta, en todo eso que he ido escondiendo bajo la alfombra pero que inevitablemente comienza escaparse por los bordes. Intento inútilmente hacer un balance rápido pero no puedo, mi rostro ya está sudando y sé que no soportaré esta luz por mucho tiempo más. Entonces me concentro en fijarme solo dos o tres objetivos, dos o tres cosas a las que les he hecho el quite, a las que he tenido miedo de enfrentar. Y entonces me vuelvo a ver muy niño, cuando le tenía terror al agua y no me atrevía a meterme a la piscina. Nada paraliza tanto como el miedo. Y el recuerdo vuelve a mi mente, a mis ojos enceguecidos por la luz de este sol boreal, y revivo el momento en que mi padre, cansado de mis lloriqueos al borde de la piscina, decidió acompañarme, entrar al agua conmigo, aguantar mis pataletas, desvanecer el miedo con la autoridad del animal que le enseña a nadar a sus crías.

No tengo tantos recuerdos así con mi padre. Siempre fue de pocas palabras y pocas caricias, pero esa ocasión quedó grabada en mi memoria porque quizás sin proponérselo me enseñó que nada se soluciona si no se enfrenta. Que en la vida podemos elegir bordear los problemas, evitarlos, pero eso no significa que hayan desaparecido. Me impulso para sentarme y necesito unos cuantos segundos para que mi visión vuelva a la normalidad y ese mar oscuro de Canadá aparezca ante mí nuevamente. Las gaviotas gritan como perros malheridos. Unos metros más allá, veo a una rubia que se levanta y camina decidida hacia el agua. No hay en su rostro un atisbo de temor.

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