Hundiéndose en el Mar de la Tranquilidad...‏

La luna en cuarto creciente
parece un cuenco blanco
suspendido por hilos invisibles
bajo el cielo inusualmente transparente
de Santiago tras la tímida y breve llovizna
que humedeció la capital a media mañana.

A medida 
que nuestro satélite natural
comienza a bajar lentamente,
el cuenco se convierte primero 
en la mitad de una cáscara de nuez,
para ir adquiriendo a continuación 
tonalidades acaneladas e incluso 
ya sumergida su silueta en los estratos
inferiores de la atmósfera, luce
un esplendente fulgor anaranjado 
con el que concluye su descenso 
para depositarse sobre la cumbre 
de uno de los cerros de la cordillera de la costa
que flanquean el valle de Santiago por el poniente,
cual Arca de Noé sobre el monte Ararat
con el descenso del nivel de las aguas 
tras el fin del diluvio...

Pero la escena no concluye allí.

La nave selenita comienza a desaparecer
en un especie de apacible naufragio
en el mar de la tranquilidad nocturna.

La belleza del espectáculo
que tal vez pocos contemplan 
a estas horas de la madrugada,
es complementado 
por esta especie de noche veneciana,
una infinidad de luces que flotan
sobre el oscuro fondo del valle,
luminosidad, opacando a las 
pocas estrellas que se  alcanzan
a divisar titilando a lo lejos.

Pienso en los que tal vez
estén tiritando de frío allá abajo,
bajo un puente, o un descampado 
o precario campamento.

Mis párpados comienzan 
también a bajar, pero antes
una oración por todos ellos,
-antes que se levanten 
en poco rato más
los monjes benedictinos
a cantar las vigilias  del oficio divino
por todos nosotros,
alabando sin pausa a Dios
autor de la maravilla
que no nos cansamos de contemplar...

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