El paso del retorno por Jorge Edwards


Diario La Segunda, viernes 22 de agosto de 2014
Comprendo que Chile, con sus bellezas naturales, con su lugar remoto y excéntrico en la geografía, con sus poetas líricos y sus prosistas que a menudo se acercan al Apocalipsis, sea un país difícil en su modernidad, en su acercamiento a la técnica y a los desarrollos racionales y científicos del siglo XXI. Cristián Warnken llora, o lloran, más bien, los ríos por él evocados, el Manso, el Puelo, el lago Tagua Tagua, y sufre por las colinas y los hermosos pastizales condenados a la fealdad de las torres y los tendidos eléctricos. 
Yo sufro también, pero después de tantas décadas de modernización a marchas forzadas, ya no podría llorar. Fui un niño del riñón de las ciudades, del centro de Santiago, de Valparaíso y del dos o tres norte de Viña del Mar, hasta que llegué a los quince años de edad, en un tren de trocha angosta y en un camión destartalado, por senderos de tierra rojiza, al Zapallar de la década de los cuarenta. Me enamoré de inmediato de esa bahía, de esa luz, de la Isla Seca en la distancia y del cementerio marino en la mitad del camino a Papudo. Si me preguntan si soy patriota, puedo contestar que lo soy de la Isla Seca, de los roqueríos del Pacífico, de la antigua Alameda esquina de Carmen, hoy día desaparecida, y del Parque del Retiro en el Quilpué viejo, donde una llama me escupió después de que la miré, de niño, con demasiada impertinencia.
Ahora, otra vez de regreso, me instalo frente al horizonte marino y confieso que los alambrados me perturban. Prefiero el pueblo con escasez de agua, con calles de tierra, con largos apagones, con velas y palmatorias en todos los rincones de la casa. “¡Oh mis fantasmas!”, cantaba Vicente Huidobro, “¡Oh mis queridos espectros!”. Tengo que admitir, sin embargo, que la luz eléctrica, y hasta las lámparas de diseños modernos, me gustan, y que dejar el libro a un lado e introducir un paréntesis musical, con piano de Claudio Arrau o de Keith Jarrett, con la voz de María Callas en Tosca o la de Ella Fitzgerald, todo a través de diabólicos aparatos electrónicos, me parece un placer superior. En consecuencia, trato de contemplar el mar desde el nivel de la playa o desde lo alto de las colinas, fuera del alcance visual de los alambrados, mientras camino a contracorriente, puesto que los automovilistas pasan sin cesar y me miran con extrañeza. Ellos se suben a sus Subaru, a sus BMW, a sus Mercedes, y están convencidos de que el extravagante soy yo, que camino dos o tres cuadras con un libro y con un paquete del mercado de frutas, y no ellos.

En resumen, el llanto lírico de Cristián Warnken es indispensable, necesario, aunque sólo sea como contraste, como crítica de una modernidad perturbada, desaforada. Ahora bien, he pasado por dos operaciones a la vista y por una del menisco izquierdo. Si no fuera por la ciencia y la tecnología, es probable que estuviera ciego y cojo, lo cual me lleva, en una segunda etapa del discurso, a considerar el tema de los alambrados con un poco más de tolerancia. Me acuerdo en seguida de que Cristóbal Colón, en sus diarios del descubrimiento de América, insinúa en más de una frase que ha llegado al paraíso terrenal. Me pregunto si tenía conciencia de que su llegada marcaba precisamente el comienzo del final del paraíso, algo parecido a su pérdida, al pecado original.

El otro día, en un contexto enteramente diferente, me hablaban de una obsesión latinoamericana: la de volver a los orígenes, la de refundarlo todo a cada rato. Es un poderoso tema poético, pero también es un asunto político de primera magnitud. Pensemos en todas nuestras revoluciones y restauraciones. Comenzar de cero y después, frente a la dura experiencia, tratar de recuperar el pasado. La sociedad entera se divide entonces entre revolucionarios y nostálgicos. El descontento con el pasado produce a los utopistas, a los fanáticos del cambio y el futuro. Nostalgia y revolución, en buenas cuentas, son extremos opuestos y que se refuerzan entre sí.

Miro desde una ventana las interminables protestas, escucho hablar de los cambios que vienen, de “los mañanas que cantan”, para citar la fraseología francesa, clásica en estas materias, y contemplo los detestables alambres y los impertinentes postes que obstruyen la vista. Pero me siento, acto seguido, en un confortable sillón, enciendo una lámpara y abro mi grueso libro. Es el diario de la guerra del 14 de Ernst Jünger. ¡Qué horror, me digo, qué mundo siniestro, qué manera de atraer a la muerte a los campos de trigo, a los bosques, a los pequeños villorrios de Flandes, de Alsacia, de todas partes! Lo curioso es que el joven Jünger, en tres o cuatro ocasiones, consigue hablar con toda calma, en francés, con algún oficial inglés encontrado en un claro de bosque, en un agujero abierto por una granada, en una trinchera desocupada. Los dos enemigos hablan en forma civilizada, se dan la mano para despedirse, toman distancia, y después se buscan para matarse a balazos. Es una enfermedad, pero durante la guerra, esa enfermedad es la salud, y el encuentro civilizado, en cambio, es el disparate y puede llegar a considerarse como alta traición.

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