Bolsas plásticas‏

Horas de Eternidad
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Revista Ya
Martes 12 de Agosto de 2014


Aquella mañana pensamos
que la felicidad 
nos había encontrado.

Luego de 
un par de años de pololeo
despertamos juntos
como tantas otras veces,
aunque esta vez 
nos sentimos distintos.

El débil sol de otoño era el mismo,
pero a nosotros nos pareció más cálido.

El diminuto departamento 
en que vivíamos
en el centro de Santiago
mantenía la filtración en la pared
y la fea mancha en la alfombra,
pero ese día lo vimos más digno.

El refrigerador seguía siendo
el refugio de algunos limones secos
y un pote de mantequilla,
pero ese día lo imaginamos
rebosante de alimentos.

Era como si durante la noche
algo en el universo se hubiese 
alineado a nuestro favor,
algo que no sabíamos distinguir,
pero sentíamos.

La certeza del amor
es como la certeza del peligro:
raras veces nos equivocamos.

Lo cierto es 
que esa mañana de sábado
-de la cual ya ha pasado 
más de una década y media-
despertamos con la gratificante sensación
de estar a punto de lograr algo importante.

Fui al almacén de siempre a comprar el pan,
y, una vez más, sentí una alegría primitiva
cuando el calor de la masa
humedeció la bolsa de plástico azul.

Por su parte, ella había dispuesto
de la misma manera  de siempre
las tazas, la caja de leche,
el tarro de Nescafé y el agua caliente.

Ese día el pan con mantequilla
tenía un sabor a días de infancia,
y pensamos que la felicidad
podía ser un desayuno compartido.

No recuerdo 
de qué hablamos
mientras comíamos, 
sólo sé que la tenue luz otoñal
que entraba por la ventana
caía sobre su pelo liso y oscuro,
formando una especie 
de corona luminosa.

Eran épocas 
en que el cable no existía
o no me lo podía permitir,
y en la televisión abierta
un programa infantil nos proveía 
del ruido ambiente necesario 
para desacralizar el momento.

Más tarde atravesaríamos 
todo el paseo Huérfanos sin rumbo fijo 
hasta llegar a esa barrera natural
que es el cerro Santa Lucía, 
aunque seguro previamente 
nos detendríamos en Mac Iver
para comprar galletas en el Tip Top.

Caminaríamos con 
esa bolsita de color plateado
y buscaríamos una banca 
para sentarnos a comer,
a tomarnos de la mano y besarnos.

Sin saberlo, esa mañana 
vivíamos el inicio de algo 
que aún no existía, como 
el que compra un billete de lotería
sin imaginar que justo ese será el premiado.

Quizás después 
nos fuimos a San Diego
a ver libros viejos o recorrimos
por enésima vez 
las callecitas Londres y París,
jurándonos en silencio que algún día
llegaríamos a esas ciudades.

Lo que hicimos esa mañana
se pierde entre los pliegues de mi memoria
y se ha difuminado con el tiempo,
perdiéndose para siempre.

Solo sé que ese día -o esos días-
fuimos enormemente felices,
desprovistos del temor de lo que vendría,
soberbios ante el paso del tiempo
que todo lo desgasta.

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