Diario La Segunda, viernes 4 de julio de 2014
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Sigo de cerca el debate chileno
sobre la reforma a la educación.
Comprendo que hay
muchas cosas que no se dicen
y que se dan por dichas o por sabidas.
A veces no consigo entender
el fondo de las cuestiones
y me digo que todos
tenemos derecho a entender,
a comparar, a poder juzgar.
Aunque seamos chilenos
que pasan buena parte
del tiempo fuera de Chile.
No es tan difícil explicar un asunto
cuando no se tiene la intención
de pasar gato por liebre.
Pero sospecho que aquí
hay gatos por liebre y liebres por gato,
aparte de una buena cantidad de gatos encerrados.
Las ciudades grandes, históricas,
desarrolladas facilitan procesos
de educación permanente.
Encierran enseñanzas
en cada piedra, en cada barrio.
Nosotros en Chile
no deberíamos olvidar
por ningún motivo que la cultura
es parte esencial de la educación,
que no hay educación sin cultura, y viceversa.
Me dicen que
el Parque Forestal de Santiago
está en desastroso estado.
Mi experiencia de vida, de aprendizaje,
de visión de la naturaleza, del hombre,
de las sociedades humanas estuvo ligada
profundamente a los senderos del Forestal,
al edificio del museo y de la antigua
Escuela de Bellas Artes, al paseo paralelo al río,
a la estatua de Rubén Darío y al ángel caído
de Rebeca Matte, a todas esas cosas.
El mal estado del parque sólo se puede explicar,
en último término, por una cuestión de cultura.
El parque es un espacio público,
le pertenece a todos, no sólo
a los dueños de las casas vecinas.
Pues bien, por eso mismo,
en su condición de espacio abierto
que forma parte de la ciudad,
debe ser cuidado, protegido,
preservado de basura,
de malos olores, de ruidos destemplados.
Lo contrario es un acto
de desprecio al público,
a la gente, a los ciudadanos de a pie.
Es una forma de deseducación pública.
Si se hiciera con el Parque del Retiro, aquí en Madrid,
lo que hacemos nosotros con el sufrido Parque Forestal,
habría una protesta colectiva y los alcaldes perderían sus cargos.
Con la derecha o con la izquierda,
con socialistas o populares.
Asisto al Teatro Real
para ver una versión actual,
de vanguardia, de la ópera de Offenbach
inspirada en los cuentos de E.T.A. Hoffman.
Ya mencioné los valores pedagógicos
de las ciudades modernas,
sus permanentes propuestas educativas.
Conocí la misma obra de Offenbach
hace alrededor de 30 años,
en una versión de la Ópera de Berlín.
Todo transcurría en un mundo
de sueño romántico, de fantasía pura.
Habría que saber
que los primeros críticos europeos
que utilizaron la expresión “realismo mágico”
fueron alemanes de fines del siglo XIX
y comienzos del veinte.
Nosotros, en América Latina,
hemos inventado una que otra cosa,
pero menos de lo que creemos.
La versión que vi un sábado en la tarde,
firmada por los señores
Sylvain Cambreling y Christoph Marthaler,
carecía de formas oníricas, soñadas,
decadentes, por decirlo de algún modo.
Era dura, áspera, antiséptica.
En lugar de transcurrir
en una atmósfera de realismo mágico,
tenía lugar en una mezcla de escuela,
taller de pintura, farmacia, sala de disección.
Un personaje desarrapado vendía ojos en las calles,
como los vendedores sin documentación
de las calles del tercer mundo.
Alguien a mi lado creía
que eran ojos de cristal,
pero en el cuento
“El hombre de arena”, de Hoffman,
el cuco, el terror de los niños
era un sujeto siniestro
que llegaba con un saco
a sacarles los ojos
para venderlos por las calles.
La muñeca con movimiento humano
fabricada por el físico Spalanzani,
personaje equivalente al Frankenstein
de la escritora inglesa Mary Shelley,
Copelia en algunas versiones, Olimpia en otras,
sale aquí de un tubo de uso clínico
llevado por su siniestro inventor en delantal blanco.
El invento no ha funcionado demasiado bien.
Es el producto de una época
que ha aprendido a desconfiar de la técnica.
La muñeca de aquí, por consiguiente,
no es la bella Copelia de los ballets clásicos.
Es un ser deforme, que camina con dificultad,
que canta con voz poderosa, pero algo chillona.
Conversé con personas de cultura
que habían quedado francamente molestas
con esta versión de la ópera de Offenbach.
Era un desafío al público
y en alguna medida una agresión.
El aire clínico general,
las mesas de acero,
las trampas en el escenario,
hacían contraste con modelos desnudas
que se sucedían frente a caballetes de pintores.
Mi sensación personal
era de exceso de elementos,
de relato atiborrado,
desarmado, mal diseñado.
Pero había voces magníficas,
momentos de musicalidad extraordinaria.
Y había mezclas de danza,
de acrobacia, de proezas escénicas.
La poesía de la historia
estaba suplantada
por la ciencia y la técnica;
el sueño por la visión matemática.
Había seres misteriosos,
casi siempre femeninos,
que caminaban por el escenario
sin motivo aparente.
La discusión posterior, con los amigos,
con los entendidos y los casi entendidos,
fue divertida e instructiva.
Era parte del proceso de instrucción permanente
a través de la ciudad, de los espectáculos,
de los parques y los museos.
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