Diario El Mercurio, jueves 10 de julio de 2014
Muchos locales
cierran el lunes
en Valparaíso.
Y después del incendio,
la ciudad parece haber bajado
más sus cortinas todavía.
Pero hasta los lunes
más muertos de todos,
un sastre abría ritualmente
su local de Almirante Montt 61.
Aquí llegaban a remendar
sus pantalones o sus camisas
los transeúntes que prefieren
ser fieles a su ropa,
los que no piensan
que haya que botar todo
lo que se desgaste.
Hoy día, inesperadamente,
la cortina metálica
de la sastrería está abajo.
Y un cartel anuncia el duelo
por la partida del hombre
que siempre sonreía
con la misma dulzura
con que zurcía.
Ha muerto
el sastre don Ricardo Araya,
el tata sastre.
Qué desastre
para los que
nos confiábamos
que siempre
iba a estar ahí,
como si la muerte
no pudiera tocar a alguien
tan impecable como él.
Ya nadie remendará
nuestros vacíos,
nuestras heridas,
la ropa cansada
que nos ponemos los lunes,
aunque vayamos de bajada,
por Almirante Montt
hacia el Plan de todos los días.
En el hueco
de una ventana,
apenas cabían él,
su máquina Singer y un gato.
Y lo más importante:
su sonrisa,
pequeña lámpara encendida
detrás de los vidrios.
Que la ciudad se detenga un instante.
En un país donde agonizan los oficios
y escasean las sonrisas regaladas gratuitamente
en plena calle, que muera un sastre de barrio
tan dulce como don Ricardo es una pérdida irreparable.
Sobre todo ahora que las cosas
ya nos son cada vez
más ajenas y menos familiares
y nuestra relación con ellas
se ha hecho cada vez más distante,
porque su hechura viene de otra parte.
Fue Rilke el que dijo:
«Para nuestros abuelos,
una torre familiar, una morada,
una fuente, hasta su propia vestimenta,
su manto eran aún infinitamente más familiares,
cada cosa era un arca en la cual se hallaba lo humano
y agregaban su ahorro de humano (...)
Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas,
las cosas admitidas en nuestra confianza
están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas.
Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas».
Y lo dijo hace casi un siglo,
cuando la amenaza
venía de la invasión
de los objetos manufacturados
en América del Norte.
Rilke no alcanzó a conocer
ni la manufactura china
ni la «obsolescencia programada»,
que hace que todo
(desde nuestros abrigos
hasta los refrigeradores)
sea obscenamente desechable.
Don Ricardo era tal vez
uno de los últimos sastres de barrio.
Antes hubo
un zapatero, un panadero,
en cada esquina del mundo,
y no faltaba la visita
del afilador de cuchillos.
Las cosas se hacían
y se reparaban
ante nuestros propios ojos.
Ahora llegan hechas de Ninguna Parte.
Don Ricardo no solamente remendaba camisas.
¿Quién reparará nuestras sonrisas ahora?
Me detengo ante el local cerrado
con la ilusa esperanza
de que se levante
su cortina metálica otra vez.
Pasa un joven a mi lado
y me cuenta que un día de lluvia
vino a dejarle unos pantalones
y como estaba estilando
no se atrevía a entrar
en el local de don Ricardo.
Este le sonrió,
lo conminó a pasar y le dijo:
«cuando llueve, todo se moja».
Invierno o verano,
el sastrecillo sonriente
sostuvo el gesto
de una vieja cortesía
hoy casi totalmente extinta.
Una cortesía de gestos mínimos pero certeros.
Como un pan bien hecho,
recién salido del horno;
como un zapato cosido a mano.
Nada reemplaza
la mano de un hombre
que hace bien las cosas.
Ha muerto el sastre de nuestro barrio
y el abismo se cuela por los hoyos impunes
de nuestras ropas, y estamos
como desabrigados ante un frío mortal.
Don Ricardo era
de los que daban puntada sin hilo,
de los que sabían coser con serenidad
y desasimiento lo irreparable, la vida.
Tengo una herida aquí
en la manga izquierda de mi camisa,
tengo una «papa» en mi calcetín
y esta ropa me duele y se conduele,
porque no está manufacturada en China,
porque todavía siente.
Y la máquina Singer
y el gato de don Ricardo se miran,
con esa tristeza que se apodera
de los seres y las cosas
cuando ya no hay un sastre
que desde su ventana y su sonrisa
remienden la calle
por donde pasamos todos los días.
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