Los gustos cambian...‏


Gustos mutantes
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 2 de junio de 2014

Todavía es posible
ver en las calles de Santiago
a los vendedores de cochayuyo 
y de luche, antes tan comunes.

Perdidos en medio
de la multitud circulante,
estos vendedores producen
un efecto de melancolía.

Parecieran haber quedado
estacados en el tiempo,
ofreciendo productos
que han sido desterrados
del menú diario
de la mayoría de las familias.

Hace muy poco vi uno
en la entrada surponiente
de la estación Tobalaba del Metro.

Estuve observando durante un rato
y no apareció ningún interesado
en su luche ni en su cochayuyo.

Yo mismo, que aprecio estas algas
por su profunda frescura marina,
no compré nada.

No tengo tiempo 
para meterme
en remojos y cocciones.

Vivo solo 
y ni siquiera dispongo
de una cocina adecuada.

Esta indiferencia es extraña,
considerando el avasallador auge
que tiene en nuestros días
el vegeterianismo.

A pocas cuadras de ese lugar,
en otra esquina de Providencia,
se pone a mediodía 
una señora con su hija
a vender ensaladas
y la venta no para
en ningún momento.

Las clientas 
-son siempre puras mujeres-
se aglomeran impetuosamente
en torno al improvisado tenderete,
consistente en un par de coolers,
disputándose los lugares preferenciales.

La diferencia de resultados
entre uno y otro negocio
sólo se explica 
por el factor mencionado
del tiempo disponible,
escaso para todo el mundo.

O simplemente se trata
de que las costumbres
cambian indefectiblemente
y no hay mucho que hacer.

Hace cuarenta años
abundaban en Santiago
los emporios con poruña
y paquetes hechos con 
papel de envolver y pitilla,
y hoy esa modalidad 
tan común del comercio
ha quedado en calidad
de atractivo del turismo
cultural y nostálgico.

En ese tiempo
-a la vez reciente y remoto-
no se conocía ni siquiera
la comida china
y en las inmediaciones
de la estaciones de tren
había puestos callejeros
de pescado frito.

Por lo mismo,
el queso de cabeza
ha desaparecido
de las vitrinas refrigeradas
de las fiambrerías.

Era el último recurso
para "entretener las tripas"
cuando raleaban
los recursos monetarios.

Es posible que esta aura de pobreza
haya incidido en su desprestigio,
o bien lo gráfico de su nombre.

Es cierto también
que la receta del queso de cabeza
excede nuestros límites estéticos,
por muy elásticos que éstos sean:
hay que meter una cabeza de chancho
en una olla, con ajo y especias,
y cocerla hasta su desintegración.

Luego se toma el material resultante
y se deja enfriar amoldado a un paño.

Como sea, quien quiera 
comer queso de cabeza hoy
lo encontrará en un restaurante francés
Le Bistrot, donde se llama "fromage de tête".

Mi ex compañero de universidad
Manuel Torres Flores
ha estado subiendo a Facebook
menús habituales de los años sesenta.

Sólo leyendo los nombres de los platos
uno se da cuenta del giro gastronómico
que se ha dado en estos años.

Porotos con mote,
sesos en su salsa,
pilaf de jaiba,
huevos malteses,
camotes en almíbar,
todas esas cosas
se han ido volviendo
radicalmente anacrónicas.

En la lista hay un trago extravagante
del que yo no tenía noticia:
el ponche de erizos,
que se hacen diluyendo erizos
con azúcar flor
y mezclándolo con vino blanco.


___________________________________


Pilaf de jaiba

No hay comentarios:

Publicar un comentario

COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS