A medida que la ciudad
se va apoderando de zonas agrestes,
a la vida natural le toma tiempo
asumir la pérdida de hábitat
y trata de adaptarse a la nueva situación
conviviendo entre estos dos mundos.
Es así como ayer
subiendo hasta el extremo
de la calle Carlos Peña Otaegui,
a media cuadra de la avenida
San Carlos de Apoquindo,
a unas tres cuadras
de los colegios Padre Hurtado
y Juanita de Los Andes,
lugar en que se disfruta
de una privilegiada vista de Santiago,
particularmente después de la lluvia,
o como en este caso, en un día glorioso
en que el sol entibiaba la mañana
y la precordillera se encontraba
casi completamente nevada,
así como las cumbres del cerro Manquehue
y de parte de la cordillera de la Costa,
me encontraba muy bien acompañado
por un par de perdices que se alimentaban
de lo más relajadas en un sitio eriazo contiguo,
así como un grupo de chincoles, loicas y yales
que estaban en lo mismo.
Un águila adulta emprendió el vuelo
desde el extremo superior
de una torre de alta tensión
y comenzó a patrullar
las laderas del cerro
conocido como Piedra Rajada.
Al rato una treintena de codornices
pasan sobre mi cabeza,
mientras un cernícalo hembra
se posa sobre un farol del alumbrado público.
Después de un rato de contemplación,
echo una última mirada a las perdices
que seguían absortas en sus labores de alimentación,
a no más de cinco o seis metros desde donde yo estaba,
cuando escucho un zumbido como de planeador
que rápidamente se convierte en una escena confusa.
Una enorme ave oscura arremete impetuosa
sobre las perdices que, despavoridas, escapan
por un costado emitiendo sus gritos de alarma.
Por unos momentos
esta espléndida rapaz,
un águila juvenil,
de tonos chocolate amargo
y toques ferruginosos
se queda parada en el suelo,
frustrada, como intentando comprender
qué falló en su ataque por sorpresa.
Levanta el vuelo y se aleja en dirección al valle
y en un par de minutos ya ha alcanzado suficiente altura
y planea buscando una nueva oportunidad.
A un ave de esa envergadura,
le toma tiempo adquirir la sintonía fina
para calibrar una acción como la realizada,
en que la velocidad requerida durante la aproximación,
a fin de aprovechar el factor sorpresa.
Con el momentum que lleva,
no es fácil controlar el brusco frenaje
y hacer las correcciones pertinentes
para que las garras del ave
le permitan interceptar
las vías de fuga de la presa escogida.
Tal vez mi presencia inocua impidió
que se percataran del águila que las rondaba,
o, en una de esas, mi posición
estorbó la aproximación de la enorme rapaz.
Lo inexperta pudo haber influido,
aunque no es raro que las adultas fracasen
continuamente en sus intentos.
En el mundo natural,
no hay mucho margen para el error.
Es lo que mantiene al cazador y a la presa,
on the edge, como se dice,
al límite de sus capacidades.
Es como en los Mundiales de Fútbol
en que no bastan los pergaminos,
hay que esforzarse hasta el extremo
para lograr convertir un gol.
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