Tal vez no basta hacer gala de una inteligencia muy francesa para predecir para dónde irá el mundo...( a propósito de Piketty)‏


El mundo según Piketty
por Juan Andrés Fontaine
Diario El Mercurio, sábado 31 de mayo de 2014

Incisivo y provocativo, el libro 
del profesor de la Universidad de París, 
Thomas Piketty, está dando mucho que hablar. 

La obra hace gala de una inteligencia muy francesa, 
discurre con libertad sobre temas relevantes y espinudos, 
toca asuntos hoy en desuso 
-como la repartición de la renta entre capital y trabajo-, 
con un airecillo anticuado no exento de charme 
especula sin miedo sobre el futuro del mundo. 

Basa su argumento no sólo en las abundantes estadísticas 
sobre la evolución histórica de la distribución de la renta, 
que son el fruto de sus investigaciones académicas 
y las de su colega, Emmanuel Saez, sino también 
en los relatos extraídos de las novelas 
de Honoré Balzac y Jane Austen sobre la vida del siglo XIX. 

Aunque uno discrepe de mucho de lo que dice, 
es un placer leer algo que resuena como una conversación culta. 

Pero -claro está- ello se presta mejor 
para una brasserie de la rive gauche 
que para servir de sustento intelectual 
al cambio de nuestro modelo económico, 
como entre nosotros han pretendido algunos.

Toca muchos asuntos interesantes, Piketty, 
pero, su tema de fondo es el oscuro futuro 
que le esperaría al mundo, una vez 
alcanzada la fase de madurez del capitalismo. 

El título del libro "El capital en el siglo XXI" 
no esconde su pretensión de emular 
la célebre obra homónima de Karl Marx, 
sólo que 250 años después.

El argumento

El argumento de Piketty puede resumirse 
en la siguiente secuencia de premisas:

Premisa 1.- 

El crecimiento económico mundial 
convergirá inexorablemente 
a un ritmo de apenas 1,5% anual, 
como consecuencia del estancamiento demográfico 
y la maduración de las economías emergentes del Asia.

Premisa 2.- 

La rentabilidad promedio del capital 
-incluyendo la de bonos, acciones y bienes raíces- 
seguirá oscilando estrechamente en torno al 5% real anual, 
como lo ha hecho desde los tiempos de la Revolución Industrial. 

Esa tasa "r" es y será superior 
a la de crecimiento económico, "g". 

De manera algo presuntuosa 
apoda a la desigualdad "r>g", 
la primera ley fundamental del capitalismo, 
y le atribuye profundas consecuencias 
económicas, sociales y políticas.

Premisa 3.- 

La propensión al ahorro ha sido 
y seguirá siendo de aproximadamente 
un 10% del ingreso, después de lo necesario 
para cubrir la depreciación o desgaste del capital. 

Su "segunda ley fundamental" 
-que en verdad proviene 
de una mera identidad matemática- 
plantea que, si siempre se ahorra 
un 10% del ingreso nacional 
y este crece al 1,5% anual, 
el valor del capital o la riqueza nacional 
subirá sostenidamente hasta alcanzar 
el equivalente a casi siete veces el ingreso nacional. 

Por efecto de la estabilidad de su rendimiento (premisa 2), 
dicha acumulación de riqueza acarreará un aumento similar 
en la participación de sus dueños en el ingreso nacional, 
en detrimento de aquella correspondiente a los trabajadores.

Premisa 4.- 

La propiedad del capital 
está invariablemente concentrada en pocas manos 
(por ejemplo, según sus cálculos para Francia, 
el 10% más rico posee más de 60% de la riqueza nacional). 

Los dueños del capital -o "rentistas"- 
acceden a un altísimo ingreso 
y no pueden sino reinvertir 
una elevada proporción de este. 

En sus manos, el capital se reproduce 
a una tasa más alta que el crecimiento de la economía 
y se transfiere de generación en generación a través de la herencia. 

La primera ley fundamental del capitalismo 
augura una concentración creciente 
de la riqueza en manos de la minoría rentista.

La conclusión de Piketty 
no puede ser más lúgubre (la traducción es mía):

"...una economía de mercado 
basada en la propiedad privada, por sí sola (...) 
contiene poderosas fuerzas hacia la divergencia, 
que son potencialmente amenazadoras 
para las sociedades democráticas 
y los valores de justicia social en que ellas se basan (...) 

La principal fuerza desestabilizadora 
tiene que ver con que la rentabilidad privada del capital, r, 
puede ser significativamente superior por largos períodos de tiempo 
a la tasa de crecimiento del producto y del ingreso, g. 

Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamental. 

El emprendedor inevitablemente tiende a transformarse en rentista (...) 

Una vez constituido, el capital se reproduce 
más rápido de lo que aumenta el producto. 

El pasado devora al futuro (...) 

Las consecuencias para la dinámica de largo plazo 
de la distribución de la riqueza son potencialmente aterrorizantes...".

Mis dudas

El mundo que describen las premisas 1 a 4 es plausible. 

Pero, ¿es acaso el único escenario posible? 

Piketty no hace mucho esfuerzo en considerar las alternativas. 

Podrá ser cierto que una economía cuasiestancada 
es especialmente propicia para la concentración de la riqueza (premisa 1), 
pero, en las últimas tres el PIB global se aceleró a casi el 4% anual. 

Nuestro pesimista autor 
piensa que eso no será replicable a futuro, 
una vez que la economía china madure. 

Pero, tras ella, puede venir el salto al desarrollo 
de la India, Indonesia, Brasil o Chile, por ejemplo. 

Además, todos los efectos del vertiginoso cambio tecnológico 
no parecen estar aún plenamente en operación y, desde luego, 
la carrera tecnológica puede seguir tomando velocidad a futuro. 

Para Piketty, la desaceleración del crecimiento mundial es un dato, 
pero hay buenas razones para dudar de su pesimismo.

Las premisas 2 y 3 augurarían una fuerte alza 
de la participación del capital en la renta nacional. 

Pero nada asegura que, a medida que la riqueza aumenta,
su rentabilidad permanezca invariada (premisa 2). 

Desde luego, la teoría económica enseña que no es así, 
por obra de la llamada ley de los rendimientos decrecientes. 

De su revisión histórica, Piketty 
concluye que esa venerable ley no es válida, 
pero las bajísimas tasas reales de interés 
que hoy se observan en casi todo el mundo 
parecerían sugerir lo contrario. 

Tampoco puede darse por segura 
la invariabilidad de la tasa de ahorro (premisa 3): 
más bien, cabe conjeturar que, 
por obra del envejecimiento de la población, 
y los correspondientes déficits fiscales, 
podría sobrevenir una sequía de ahorros en el mundo.

Pero es la premisa 4 la que me parece más dudosa. 

Piketty opina que, en ausencia 
de crecimiento económico y demográfico, 
la sociedad se fosiliza y la riqueza heredada 
en buena medida pasa a determinar la suerte de cada cual. 

Estados Unidos no habría sido 
"la tierra de las oportunidades", 
y exhibido tan notable movilidad social, 
si no fuese por la inmigración, 
que le ha permitido contar hoy 
con una población cien veces superior 
a la que tuvo en tiempos de su independencia. 

Pero no es ese el futuro que nos aguarda. 

Piketty evoca la "Belle Epoque". 

Sus proyecciones le sugieren 
que avanzaremos hacia un grado 
de estancamiento y de desigualdad 
semejante al de fines del siglo XIX. 

Sus novelistas favoritos 
describen cómo entonces 
más valía acceder 
a una buena herencia 
que a una buena ocupación.

El punto me despierta dos observaciones. 

En primer lugar, 
incluso si la población es constante, 
y cada matrimonio lega su riqueza intacta 
a sus dos hijos, bastaría que alguna fracción 
de los matrimonios fuese entre cónyuges 
de diferente estatus económico 
para que la subdivisión de las herencias 
promoviera la paulatina diseminación de la riqueza. 

Después de todo, 
eso es lo que el malvado Vautrin, 
en la novela "Pere Goriot" de Balzac, 
a la que Piketty alude repetidamente, 
le recomienda al pobre Rastignac: 
que mejor se case con una rica heredera.

Por otra parte, Piketty desmerece 
el característico dinamismo del capitalismo. 

El desarrollo de una economía de libre mercado 
procede mediante lo que Schumpeter (1942) 
denominó "destrucción creativa"
y ello siempre crea ganadores y perdedores 
entre los emprendedores y los rentistas. 

Nadie tiene el futuro asegurado: 
los ganadores de hoy pueden ser 
los perdedores del mañana. 

Los altos ingresos de los emprendedores 
y los súper gerentes exitosos 
-que remuneran su talento empresarial- 
pueden ser rápidamente 
disipados por la competencia. 

La pirámide de ingresos 
podrá haberse tornado más aguda, 
pero en su cúspide nadie dura mucho.

La rentabilidad del capital 
en parte obedece a que está sujeto a riesgos. 

El capital heredado no solo está expuesto 
a catástrofes financieras y bélicas 
-a las que el autor atribuye 
haber interrumpido en la primera mitad del siglo XX 
la tendencia concentradora del capitalismo-, 
sino a factores más pedestres como el robo y el fraude, 
o la incompetencia, el derroche y el vicio de no pocos herederos. 

La ruina de las grandes fortunas y sus herederos 
también ocupa un lugar prominente en la literatura. 

Tal vez Piketty debió acordarse también 
de "El dinero" de Émile Zola 
o "Los Buddenbrook" de Thomas Mann.

La evidencia

Para ilustrar su visión, recorre Piketty 
dos o tres siglos de historia económica. 

Descubre que el valor proporcional de la riqueza privada, 
luego de haberse desplomado por obra de la Gran Depresión 
y las guerras mundiales, en los principales países desarrollados 
está remontando con rapidez y se aproxima ya 
a los niveles alcanzados a fines del siglo XIX. 

La participación de las rentas del capital 
en el ingreso nacional sigue una evolución semejante. 

La desigualdad en los ingresos personales, 
en todos los países revisados, 
vendría subiendo desde alrededor de 1980. 

Para Piketty, todo ello confirma su fatalista pronóstico.

El fuerte incremento 
del valor de la riqueza, que detecta Piketty, 
esconde drásticos cambios en su composición. 

Si a comienzos del siglo XX 
ésta era mayoritariamente agraria, 
hoy ese componente es insignificante. 

En cambio, los bienes raíces 
han cobrado una preponderancia inédita, 
lo que concuerda con el surgimiento 
de una "clase media patrimonial", 
que Piketty destaca 
como un fruto positivo del capitalismo. 

Nótese, además, que 
-como bien apunta el economista catalán, 
Xavier Sala-i-Martin, 
en su demoledora crítica del libro- 
Piketty no incluye en su concepto de riqueza 
los bienes durables -por ejemplo, los automóviles- 
que representan hoy una fracción 
tan importante del patrimonio de muchos. 

No deja de ser sugerente, por otra parte, 
que de acuerdo con sus propios números, 
el valor de la riqueza industrial y comercial 
-el valor de las empresas que constituyen 
la quintaesencia del capitalismo- 
se mantiene virtualmente constante 
como proporción del ingreso nacional.

La evidencia presentada en el libro 
también muestra un importante 
aumento de la desigualdad 
en los ingresos personales 
durante las últimas décadas 
en variados países. 

Culpa de ello a las políticas 
de libre mercado difundidas 
a partir de Ronald Reagan en adelante 
y Margaret Thatcher. 

Otros autores han concebido explicaciones diferentes. 

Por ejemplo, el vertiginoso cambio tecnológico 
que ahorra mano de obra de bajas calificaciones 
y favorece a profesionales y técnicos. 

O el impacto sobre los países ricos de la irrupción de China 
-y su mano de obra barata- al mercado mundial. 

Este último factor, aunque incremente 
la desigualdad al interior de esos países, 
la atenúa a nivel mundial, como lo atestigua
 el surgimiento de las clases medias de Asia y América Latina.

Las estadísticas de Piketty son elocuentes, 
pero tienen inevitables limitaciones y defectos. 

Además, en su tratamiento 
parece haber incurrido en ciertas desprolijidades, 
como ha denunciado el diario Financial Times

Mi recomendación es tomarlas 
con una buena dosis de escepticismo. 

¿Cuán confiable podrán ser los datos 
y cálculos extraídos de las declaraciones 
de impuestos de la Francia o la Inglaterra 
de cien o doscientos años atrás?

El remedio

Como el lector podrá imaginar, 
la receta del doctor Piketty 
es más intervención del Estado.

Sus propuestas son tres: 

primero, elevar fuertemente 
el impuesto a las herencias y las donaciones; 

segundo, establecer una tasa marginal de impuestos 
de 80% sobre las rentas personales más altas 
(superiores, por ejemplo, a un millón de dólares al año); 
y, tercero, instituir un impuesto progresivo 
a los altos patrimonios a nivel global 
(de hasta, por ejemplo, 5 o 10% 
para el tramo que supere los mil millones de euros). 

Prudentemente, advierte que sus propuestas 
sólo serían recomendables mediante 
un acuerdo internacional de tributación 
y fiscalización de la riqueza global. 

El intento de un país de proceder aisladamente 
conseguiría tan solo ahuyentar los ahorros y la inversión.

Como ha sido destacado por diversos críticos, 
la fundamentación de estas propuestas es débil. 

Si la raíz del problema de la desigualdad 
está en la alta rentabilidad del capital, 
el autor podría haber abogado 
por medidas para fortalecer la libre entrada 
y la competencia en los mercados. 

En su crítica del libro, Martin Feldstein 
-el reputado economista norteamericano- 
sostiene que los dos pasos más importantes 
para reducir la desigualdad de la riqueza 
son eliminar los subsidios implícitos 
a la industria financiera 
y liberar las restricciones 
al uso de suelos en las grandes ciudades, 
cuya plusvalía enriquece a los más ricos.

Si la causa del problema es la desigual 
distribución de la propiedad del capital, 
uno habría esperado que el autor 
favoreciera políticas 
para abrir mejor acceso a ella 
por parte de las grandes mayorías. 

Por ejemplo, nuestro sistema previsional, 
basado en la capitalización individual, 
hace a todos los trabajadores 
ser, en parte, también capitalistas. 

Como bien puntualiza 
el ya mencionado Xavier Sala-i-Martin, 
la primera ley fundamental de Piketty 
proporciona la condición ideal 
para un sistema de seguridad social de capitalización, 
porque supone que el rendimiento de los ahorros 
supera lo que podría ofrecer un sistema de reparto. 

Paradójicamente, el autor rechaza 
tal sistema porque lo juzga riesgoso.

En cambio, 
el remedio tributario favorecido 
por el doctor francés 
puede resultar peor que la enfermedad. 

Su efecto obvio sería frenar el crecimiento, 
porque desalentaría el emprendimiento, el ahorro y la inversión. 

Piketty hace poco esfuerzo 
en evaluar las consecuencias 
de su solución preferida. 

Con todo, vale la pena preguntarse 
si el impuesto a las herencias y donaciones 
no es acaso un instrumento tributario 
subutilizado hoy en el mundo, y también en Chile.

¿Y Chile?

Las apariencias engañan. 

El autor no las emprende 
contra la economía de libre mercado. 

Declara no tener ninguna simpatía 
por la planificación central de la economía 
y destaca la importancia 
del emprendimiento y la innovación.

Su preocupación se circunscribe 
a la tendencia a la concentración de la riqueza 
de las economías capitalistas en su etapa madura. 

Ello provendría de la alta rentabilidad del capital 
en comparación con el modesto 
crecimiento económico propio de dicha etapa. 

Pero Chile está muy lejos de ello. 

Lo que está en juego acá no es qué hacer 
ante un inexorable estancamiento del crecimiento 
-como plantea Piketty-, sino cómo crecer sostenidamente 
al 5 o 6% anual y alcanzar en una o dos décadas 
el nivel de desarrollo de los países exitosos. 

Durante ese vertiginoso ascenso, 
el problema que turba a Piketty 
simplemente no ocurre: 
el acelerado crecimiento del producto 
supera la rentabilidad neta del capital, 
el dinamismo económico y social 
invalida a la herencia 
como la principal fuente de progreso familiar, 
la ganancia obtenida en mercados competitivos 
es el premio legítimo a la inventiva, 
el atrevimiento y el esfuerzo individual.

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