Aborto y objeción de conciencia


Señor Director:

La objeción de conciencia es hoy ampliamente aceptada en el supuesto de aborto. En España la reconoció primero el Tribunal Constitucional (sentencia 53/1985, de 11 de abril) y luego la ley (Ley Orgánica 2/2010); en EE.UU. se la acepta (haciendo pie en la Civil Rights Act de 1967); en Italia se la prevé expresamente (Ley 194/1978); en Francia se establece la llamada cláusula de conciencia (Ley 75/1975, reformada en 1979 y luego este año); y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa la reconoce a médicos y hospitales (resolución 1763, 2010). En 25 países de la Unión Europea el aborto es legal y en 21 de ellos la objeción de conciencia se encuentra garantizada.

¿Sería admisible la objeción de conciencia en Chile si se despenalizara el aborto o si se estableciera un derecho subjetivo a practicarlo?

Pienso que sí.

La razón para admitir la objeción de conciencia en esos casos se ha repetido una y otra vez: el Estado no puede coaccionar a un ciudadano para que ejecute un acto que contradiga sus convicciones más razonadas y profundas. Si lo hiciera violaría la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Estas libertades no consisten solo en el derecho de profesar un credo, también suponen la facultad de guiar la propia vida en base a él. No tiene sentido permitir que un ciudadano sea católico y, a la vez, impedirle que viva de acuerdo a lo que cree y estima u obligarlo a que lo traicione. Es la misma razón que se esgrime para permitir el aborto en los casos de inviabilidad del feto, peligro para la vida de la madre y violación: el Estado no puede imponer obligaciones supererogatorias o heroicas. Ellas deben quedar entregadas a la conciencia autónoma del sujeto.

Así entonces debe reconocerse al personal médico, prima facie, el derecho a la objeción de conciencia en el supuesto de aborto. Prima facie, desde luego, porque como enseña el derecho comparado, hay casos (como el peligro inminente para la vida de la madre y carencia de atención alternativa) en que, a pesar de sus convicciones, el médico estará obligado a intervenir sin que pueda esgrimir su conciencia.

Los médicos de la Universidad Católica, por ejemplo, sobre la base de lo anterior, podrían rehusar entonces la realización de prácticas abortivas esgrimiendo, para ello, su derecho a la libertad de conciencia y la libertad religiosa.

Junto a lo anterior es necesario todavía discutir si acaso una institución que posee una explícita definición ideológica o valórica, puede seleccionar su personal cuidando que se trate de objetores de conciencia al aborto o si puede esgrimir esa definición suya, comunicada ex ante, para negarse a practicar maniobras abortivas. Para decidir ese punto quizá sería útil examinar primero el estatus normativo que se conferirá al aborto. Si la ley que se trata de dictar simplemente lo despenaliza, nada impediría que, salvados los casos de atención sanitaria de urgencia en que está en peligro la vida, un hospital católico (o de otro credo para el cual el aborto sea moralmente incorrecto) se pueda negar por principio a practicarlo.

Si la ley, en cambio, junto con despenalizarlo lo transforma en un derecho subjetivo a abortar, en ese caso él podría reclamarse de las instituciones estatales y no, en principio, de las privadas. Menos si, como ocurre mayoritariamente, se financian con subsidios a la demanda que apoyan la libre elección (¿o acaso se impediría que una institución privada reciba subsidios Fonasa por operaciones a la vesícula, por ejemplo, por negarse a practicar abortos?).

Este debate -que entre nosotros está apenas comenzando- es muy importante y no se refiere solo al aborto. Se refiere, en verdad, al grado de disenso que estamos dispuestos a aceptar. En materias como el aborto no es posible esperar decisiones unánimes porque están en juego creencias y convicciones que son fuente de sentido para muchas personas. El desafío, entonces, es hacer un lugar en la vida colectiva a esas creencias que resultan derrotadas en el proceso político. Lo que no resulta correcto es obligar a que quienes profesan esas creencias las abandonen o las nieguen.

Un liberalismo que afirma la neutralidad del Estado debe admitir la objeción de conciencia en estos casos. Negarla no es liberalismo. Es un simple laicismo convertido en ideología estatal.

Carlos Peña

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