TEATRO: La bondad de los extraños



“Una especie de alegría animal está implícita en su comportamiento y manera de moverse”, apunta Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo, obra escrita en 1947. De ese modo presenta al personaje de Stanley Kowalski, el hijo de inmigrantes polacos que ve perturbada su cotidianeidad con el arribo de su cuñada, Blanche DuBois. Y ése es, ciertamente, el temple que proyecta Marcelo Alonso en la versión a cargo de Alfredo Castro. Hay animalidad y cierta alegría turbia en los movimientos de Alonso, un Stanley a escala local, que come papas fritas, escucha partidos de fútbol en una radio a pilas con su amigo Mitch (Álvaro Morales), consume y consume cervezas que saca de un refrigerador Fensa y se siente perturbado por la falsa decencia de la hermana de su mujer (Paloma Moreno). Un Stanley que sube la voz y dice “olorósalo”, “cachái”, “fome” o “cabra chica”. Porque la opción de Castro es volver a leer el clásico de Williams y acercarlo a nuestras coordenadas, con un habla y unos giros que lo sacudan. El director no altera la trama original, pero elimina los personajes secundarios y condensa el conflicto en los cuatro principales. Hay seducción, culpa, fragilidad y delirio simultáneos en la interpretación de Amparo Noguera para esta Blanche que encandila a la hermana, al cuñado y al pretendiente con su presencia, y al público con su actuación. Todo ocurre puertas adentro, en un par de habitaciones de paredes roídas por la humedad, apenas separadas por una cortina de género. El deseo y la sexualidad reprimidos, la exclusión social, el arribismo, los conflictos de clase, los prejuicios de género, el difuso límite entre realidad y locura siguen siendo los temas capitales que atraviesan las relaciones de los protagonistas. Pero Castro otorga una poderosa actualidad al texto y enfatiza su atmósfera demencial. La sensación de asfixia es potenciada por los tonos rojos de los muros y las ampolletas de iluminación tenue y parpadeante a los costados. El vaivén entre la realidad y el delirio es permanente, pero esa marca parece traspasar su propio límite en la escena final, con el ingreso de un anciano de expresión pesadillesca. De pronto el tiempo y el espacio se congelan y Williams nos lleva a una zona difusa, desconcertante. “Yo siempre he dependido de la bondad de los extraños”, escuchamos que balbucea Blanche frente al desconocido. Y tenemos la angustiosa sensación de que un tren nos ha pasado por encima.
“Un tranvía llamado deseo”. Hasta el 24 de mayo en el GAM.

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