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El país de los perdidos
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 13 de marzo de 2006
Nunca me interesó el teniente Bello
hasta que escuché
un foxtrot de Mauricio Redolés
que cuenta su historia
de una manera todavía insuperada.
Las informaciones que tenía sobre el aviador
eran tan vagas, tan contradictorias y tan poco hilvanadas
que me hacían darle a Bello el mismo estatus en la realidad
que al pagador Moya, que a Ambrosio y su carabina,
o a ese enigmático Pedro que se pasea por su casa.
La canción de Redolés no sólo me enseñó
la punta del iceberg de ese personaje extraordinario
y fundamental para comprender este país incomprensible,
sino que además me abrió un mundo,
un país lleno de cosas perdidas y acumuladas
por la mano de la memoria:
un País del Nunca Jamás
que ha estado siempre bajo nuestra narices.
Desde niño me ha inquietado
el paradero de los objetos que desaparecen.
Recuerdo el fin de año escolar
y veo a la profesora
mostrándonos una caja de zapatos
llena de cosas recobradas:
tijeras, lápices, gomas de borrar.
Me imaginaba que había
una caja similar para los alfileres,
y otra para las monedas obsoletas,
y otra para las libretas de familia,
y otra para la gente que se moría.
Si alguien encendía un fósforo
y luego lo soplaba,
la caja de las llamas apagadas
recibía inmediatamente
un nuevo huésped.
Para lo único que no había caja
era para la comida y el dinero,
que respectivamente nunca regresaron
de nuestra boca y de los bolsillos ajenos.
Hay cosas y seres que se esfuman
y no se incorporan a ninguna dimensión,
pero hay otras que sólo desaparecen
para adquirir una existencia acaso más relevante
que la que tenían de cuerpo presente.
No en vano Bartleby,
el famoso personaje de Melville,
trabajó en una oficina de cartas perdidas, es decir,
en la médula cruel de la intemperie humana,
de la cual un alma sensible como la suya
no podía salir sino destrozada y catatónica.
La misma niñez, más allá de las nostalgias
rumiadas por el gusano adulto,
queda definida por su pérdida,
a partir del cual obtiene un sentido
que su vivencia le niega obstinadamente.
El teniente Alejandro Bello Silva vivió sin vivir,
pues su verdadera vida era ser un perdido:
no un muerto o un héroe de la aviación,
sino un perdido que, en la pérdida,
existe de un modo mucho más concreto
que un contador seguro de sí mismo
en una fila bancaria
o que un columnista
abofeteado sin contemplación
por la página en blanco.
Hace un año descubrí
que desciendo de un perdido.
Según he podido averiguar,
Eduardo Fritis Mackenney,
el abuelo de mi abuelo,
era un tinterillo de ojos azules
y antecedentes dudosos,
que estuvo implicado
en fraudes electorales,
que entraba a caballo en la iglesia
y azotaba con rebenque a los curas
durante el Mes de María
(ante lo cual el obispo Prudencio Contardo
afirmó que el jinete era
el mismísimo Príncipe de las Tinieblas),
y que fue, a pesar de todo,
un digno concesionario de los servicios
de recova y matadero en Temuco.
Un día salió a los cerros de Truf-Truf
y nunca más se supo de él.
No nació, pues, para nacer
ni para vivir ni para morir;
nació para ser un perdido,
un mito y un salvavidas
que, vaya uno a saber
mediante qué milagro
y para qué propósito demoníaco,
se quedó flotando en el oleaje
de los desperdicios familiares.
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