Buscando las pruebas históricas más antiguas de Cristo


por Samuel Fernández 
Profesor de la Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile 
Diario El Mercurio, Artes y Letras, domingo 13 de abril de 2014

El cristianismo hunde sus raíces 
en la historia; y más específicamente, 
en la historia concreta de Jesús de Nazaret. 

Una fe que descuida su vinculación 
con la historia deja de ser fe cristiana. 

Por ello, el cristianismo, 
desde sus inicios, no se presentó como el resultado 
de una especulación o la elaboración de una idea, 
sino como el testimonio de un acontecimiento.

¿Es posible acceder históricamente a este acontecimiento? 

La fe en la encarnación afirma 
que el Hijo de Dios ha entrado 
verdaderamente en la historia humana, 
lo que implica que la historia de Jesús 
puede -y debe- ser sometida a las reglas 
y a los métodos del estudio histórico, 
tal como cualquier otro acontecimiento de la antigüedad. 

Entonces, ¿qué podemos saber de Jesús de Nazaret?

Las dificultades para conocer a Jesús son, en parte, 
las mismas de cualquier personaje de la antigüedad. 

No poseemos «la máquina del tiempo» 
y, por lo tanto, es absurdo pretender confiar 
sólo en aquello que podemos comprobar de primera mano. 

El eslogan «Yo confío sólo 
en lo que puedo verificar personalmente», 
no resiste ni el menor análisis crítico: 
hay que reconocer que el único medio 
de acceso a la realidad histórica es el testimonio. 

También hoy, en los tribunales de justicia, 
se absuelve o se condena sobre la base de testimonios: 
documentos y testigos evaluados y confrontados críticamente. 

Es el mismo camino que debe recorrer el historiador del cristianismo.

Las fuentes históricas

Se conservan algunas inscripciones antiguas 
que confirman datos presentes en el Nuevo Testamento. 

Un par de inscripciones romanas (ILS 918 y 2683) 
refieren el nombre de Quirino, 
mencionado en el Evangelio de Lucas; 
una piedra del teatro romano de Cesarea Marítima, 
encontrada en 1961, contiene una inscripción 
que celebra a Poncio Pilato como «Prefecto de Judea»; 
y otra piedra del año 51, hallada en Delfos, 
nombra a Galión, el Procónsul de Acaya, 
tal como lo hace Hechos de los Apóstoles (18,12). 

Esta última inscripción ha permitido 
datar la cronología de los viajes de Pablo, 
puesto que permite ubicar en el año 51 d. C. 
la estancia de Pablo en Corinto, 
pues sabemos que coincidió 
con el proconsulado de Galión. 

La escasez de testimonios acerca de los cristianos 
no nos sorprende si pensamos que, por ejemplo, 
de Pilato, el prefecto de una importante provincia romana, 
solo se conserva una sola inscripción. 

De todos modos, estos testimonios 
son muy valiosos porque permiten confrontar 
y enriquecer algunos datos que el Nuevo Testamento 
entrega acerca del origen del cristianismo.

Los escritos más antiguos acerca de Jesús 
y los inicios del cristianismo se pueden clasificar 
entre escritos paganos, judíos y cristianos. 

Dos historiadores romanos del siglo II, 
Tácito y Suetonio, mencionan a Cristo; 
el primero, dice que «Cristo, 
había sido ejecutado en el reinado de Tiberio 
por el procurador Poncio Pilato» (Anales XV,44); 
el segundo señala que a causa de Cristo 
había tumultos entre los judíos de Roma (Claudius, XXV). 

Además, Plinio el Joven, 
gobernador romano de Bitinia (Turquía), 
en una carta del año 112 
ofrece al emperador Trajano 
una descripción de los primeros cristianos: 
«Se reúnen en un día fijo, antes del alba, 
a cantar en coros alternativos 
un himno a Cristo como a Dios» (Epístolas, X,96,7).

Entre la literatura judía, se destaca 
el testimonio de Flavio Josefo del año 96, 
el cual, liberado de sus interpolaciones, afirma: 
«En este tiempo apareció Jesús, 
autor de hechos sorprendentes 
y maestro de personas 
que reciben lo asombroso con placer. 
Muchos, tanto judíos 
como griegos, le siguieron. 
Algunos le acusaron ante Pilato, 
que lo condenó a la cruz. 
Sin embargo, 
quienes antes lo habían amado, 
no dejaron de quererlo. 
Y hasta hoy, el grupo de los cristianos 
no ha desaparecido» (Ant. Iudaicae, XVII,3,3). 

Estos pocos datos, 
de autores no cristianos de los siglos I y II, 
ya ubicarían a Jesús de Nazaret 
entre los personajes 
bien conocidos de la Antigüedad, 
en medio de la inmensa mayoría 
de los habitantes del Imperio Romano del siglo I 
de los que no se conserva ningún dato.

Literatura apócrifa

Naturalmente, mucho más abundante 
son los escritos cristianos acerca de Jesús. 

Entre ellos se puede distinguir 
la literatura apócrifa y la canónica 
(el Nuevo Testamento). 

Entre los apócrifos, 
algunos son tardíos 
y de carácter más folklórico, 
y surgen del deseo de alimentar 
la piedad y la curiosidad de los fieles 
por medio de la composición 
de leyendas pintorescas. 

Ellos desarrollan amplios relatos 
del nacimiento y de la infancia de Jesús, 
como el Protoevangelio de Santiago (siglo III-IV), 
el Evangelio del Pseudo Tomás (fines del siglo II) 
o la Historia de José el carpintero (siglo IV-V), 
pero debido a su carácter tardío y legendario 
no aportan datos a la reconstrucción histórica de Jesús 
o a los orígenes del cristianismo, 
sino más bien a su desarrollo posterior.

Otros apócrifos, más primitivos, 
nacen del interés de difundir 
una determinada imagen de Jesús 
inspirada en el gnosticismo; 
en este grupo, por su forma y su antigüedad, 
se destacan el Evangelio de Felipe, 
el Evangelio de la Verdad, 
pero sobre todo el Evangelio de Tomás, 
que es el más antiguo de ellos. 

Se trata de un texto cuyo original griego 
podría datarse en torno al año 150, 
que se ha conservado sólo 
en un manuscrito copto del siglo IV 
y en breves papiros griegos. 

Tal vez este sea el único apócrifo 
que presta cierta utilidad 
en la reconstrucción del evangelio original, 
porque contiene frases de Jesús 
que tal vez no dependan de la tradición 
de los evangelios del Nuevo Testamento.

El problema crítico del evangelio atribuido a Tomás 
es que para identificar lo que pueda provenir de Jesús 
y diferenciarlo de las especulaciones gnósticas del siglo II 
es necesario recurrir a Mateo, Marcos y Lucas. 

Es decir, solo aquello que está en continuidad 
con la tradición de los evangelios canónicos 
se puede reconocer como auténticamente de Jesús.

Los evangelios canónicos

Llegamos entonces al grupo de textos 
más relevantes para el conocimiento histórico de Jesús: 
el Nuevo Testamento y, en particular, 
los cuatro evangelios canónicos. 

Desde el punto de vista del historiador, 
estos documentos deben ser declarados 
los más relevantes no por motivos de fe 
(inspiración, canonicidad, etc.), 
sino por su antigüedad 
y cercanía a los acontecimientos.

Por ello, una desconfianza sistemática 
en el Nuevo Testamento implicaría 
la imposibilidad de acceder 
históricamente al Maestro de Galilea. 

La carta más antigua de Pablo 
fue redactada en el año 50; 
el Evangelio de Marcos, 
en torno al año 68; 
Mateo, Lucas 
y Hechos de los Apóstoles, 
en torno al año 80, 
y Juan poco después del año 90; 
pero esta antigüedad se amplifica 
cuando se reconoce que estos escritos 
contienen material anterior a su redacción final. 

Es decir, si bien el texto más antiguo 
del Nuevo Testamento es del año 50, 
en estos escritos podemos reconocer 
relatos, frases, fórmulas de fe y noticias 
que deben provenir de la primera década 
del cristianismo, es decir, los años 30.

Por dar un ejemplo, 
es muy posible que el relato 
de la pasión del Evangelio de Marcos 
haya estado compuesto y circulado 
de manera independiente 
muy pocos años después de la pasión: 
no oculta el grito en la Cruz, 
no intenta idealizar a los apóstoles, 
transmite detalles topográficos, 
cronológicos o relativos a personas 
que sólo eran relevantes 
para auditores muy cercanos a los hechos; 
por ejemplo, nombra a Simón de Cirene 
y a sus hijos, Alejandro y Rufo, 
que no eran significativos 
para los cristianos de Roma del año 68 
(destinatarios de la redacción final del evangelio), 
pero sí eran relevantes para los cristianos de Jerusalén 
de los años que siguieron a la Pascua de Jesús 
(destinatarios del antiguo relato de la pasión).

Finalmente, los manuscritos 
más antiguos de los evangelios 
se remontan con seguridad al siglo II, 
es decir, sólo hay una distancia 
de menos de 100 años 
entre la composición de los evangelios 
y los manuscritos más antiguos. 

Para las obras clásicas de la Antigüedad, 
la distancia entre su redacción 
y el manuscrito más antiguo 
normalmente supera los 700 años. 

Algo semejante se puede decir 
acerca de la cantidad de manuscritos, 
que son muy abundantes si los comparamos 
con los de cualquier obra de la misma época. 

Todo esto otorga solidez a los textos evangélicos.

¿Por qué nació el cristianismo?

Se podría decir mucho más 
acerca de la confiabilidad 
de las fuentes evangélicas, 
de la seguridad de su transmisión textual, 
de las alusiones a Jesús 
que encontramos fuera del Nuevo Testamento, 
de los criterios históricos para juzgar las fuentes, etc., 
pero el espacio no lo permite. 

[Se puede recurrir para indagar más
sobre esto último, por ejemplo, 
al libro del autor de este artículo,
Samuel Fernández Eyzaguirre,
Jesús - Los orígenes históricos del cristianismo:
desde el año 28 al 48 d.C. 
(y a las fuentes allí citadas).  264 páginas
Ediciones Universidad Católica de Chile (Santiago)
cuya primera y segunda edición datan de 2007].

Es preferible continuar 
con una pregunta fundamental, 
que todo historiador de la Antigüedad, 
creyente o no creyente, 
se debe inevitablemente plantear: 

¿Por qué nació el cristianismo?

Sin una respuesta a esta interrogante, 
queda un «agujero» en el centro 
de la historia del siglo primero (N. T. Wright), 
pues la historia de Occidente 
no se comprende sin la comunidad cristiana. 

Ahora bien, el punto de partida 
del estudio de los orígenes del cristianismo, 
más allá de los textos, papiros e inscripciones, 
es el hecho de que Jesús 
provocó un fuerte impacto en sus seguidores. 

Sin este impacto, 
ni siquiera tendríamos noticias 
acerca de aquel predicador de Galilea. 

Por ello, «el único Jesús 
que tenemos a nuestra disposición 
es aquel tal como fue visto y oído 
por quienes formularon por primera vez 
las tradiciones que poseemos» (J. Dunn).

El origen de las tradiciones acerca de Jesús 
no son las convicciones de los discípulos, 
sino el impacto que Jesús mismo causó en ellos 
y que provocó estas convicciones. 

Es decir, no fueron las convicciones 
de los discípulos las que modelaron 
la imagen de Jesús, 
sino que fue Jesús mismo 
el que provocó tal impacto 
en sus contemporáneos 
que dio origen a las convicciones 
de los discípulos transmitidas por los evangelios. 

Entonces, el cristianismo 
es fruto de Cristo y no al revés. 

La vida de los primeros cristianos 
fue modelada por la vida de Jesús: 
los primeros cristianos 
no se adaptaron a un Jesús a su medida, 
sino que adaptaron sus vidas en función de Jesús.

Fe e historia

La disciplina histórica 
no puede demostrar la resurrección, 
siempre se necesita una «decisión de la fe», 
pero sí puede afirmar que los discípulos 
creyeron en la resurrección. 

Pero ¿por qué creyeron en la resurrección?, 
¿porque Jesús resucitado se les apareció 
«dando muestras que estaba vivo», 
o porque tuvieron alucinaciones y se engañaron? 

La auténtica fe 
debe ser libre y razonable: 
no es el producto necesario 
de los argumentos de razón 
(porque debe ser libre), 
ni tampoco puede ser 
un sentimiento ciego 
(porque debe ser razonable). 

El historiador, por tanto, 
debe interpretar los datos disponibles, 
y debe optar entre «creer» que Jesús resucitó 
o «creer» que los apóstoles se engañaron. 

Ninguna de las opciones es neutra y ambas, 
en diverso sentido, son opciones de fe. 

De alguna manera, todos somos creyentes: 
unos creemos una cosa y otros, otra. 

El estudio académico 
sólo puede pretender mostrar 
que los datos que nos aporta la ciencia histórica 
no están en contradicción con la fe en la resurrección 
y que, por lo tanto, la fe cristiana 
puede ser vista como una opción razonable.

Tal como no puede haber 
contradicción entre la fe y la razón, 
tampoco puede haber contradicción 
entre la fe y la historia. 

Sin los hechos fundamentales, 
el cristianismo se vacía de su contenido, 
porque para la fe cristiana 
la historia no es solo el escenario 
o el medio para transmitir 
el mensaje del Evangelio, 
sino que la historia de Jesús 
forma parte constitutiva del Evangelio: 
la Buena Noticia consiste en el hecho 
de que el Hijo de Dios 
ha compartido nuestra concreta 
y contingente historia humana, 
y que en Jesús de Nazaret 
nuestra humanidad se ha demostrado 
capaz de acoger a Dios. 

De este modo, el Evangelio 
no sólo transmite algo acerca de Dios: 
que es capaz de entrar en nuestra historia; 
sino también algo acerca del ser humano: 
que es capaz de acoger a Dios. 

No hay mejor manera 
de afirmar el valor de la historia 
y de la dignidad de cada ser humano.

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