El ministro de Economía, Axel Kicillof, declaró en una entrevista que su cartera viene estudiando diferentes escenarios para eliminar los subsidios del Estado nacional a las empresas de servicios públicos. De acuerdo a una estimación del Consejo profesional de Ciencias Económicas, el año pasado los mismos estuvieron en el orden de los 143 mil millones de pesos -unos 18.000 millones de dólares a valores de hoy-, que representan el 5% del PIB argentino.
La historia de esta enorme erogación, que pesa sobre las espaldas de las cuentas públicas, se remonta a la maxidevaluación del peso argentino del 2002. En aquel entonces, tras una prolongada recesión, estalló el modelo macroeconómico, se abandonó el régimen de convertibilidad monetaria, y del “1 a 1″ (1 peso = 1 dólar) pasamos al “3 a 1″ (3 pesos = 1 dólar) en cuestión de días. Para contener los efectos de la devaluación y en el marco de la Ley de Emergencia Económica, el gobierno intervino con fuerza. Las tarifas se mantuvieron prácticamente congeladas y el Estado nacional se encargó de compensar la diferencia de costos para las empresas (privatizadas durante la década anterior) a través de subsidios directos.
Estos representan, desde entonces, la mayor parte de los ingresos totales de los operadores de ferrocarriles de pasajeros, energía eléctrica, y aguas y saneamiento, entre otros sectores. Y lo que fue diseñado, inicialmente como una medida de emergencia, fue adquiriendo carácter permanente, ya que esta matriz regulatoria “estatizada” no se modificó cuando la crisis se había superado y la economía crecía a altas tasas. El argumento de una política económica basada en el impulso a la demanda agregada tenía, además, fuertes componentes distributivos: la eliminación de estos subsidios, que son financiados con aproximadamente un tercio de los ingresos por retenciones a las exportaciones, hubiera impactado sobre el consumo, generado más inflación y transferido ingresos en el sentido inverso al buscado.
A lo largo de la década, y al ritmo de la inflación, los subsidios como porcentaje del PBI fueron aumentando año a año, desde el 0,6% que representaban en 2005 hasta el 5% antes mencionado. En el 2011, tras el contundente triunfo electoral del kirchnerismo (CFK fue reelegida con el 54% en las elecciones presidenciales), el gobierno nacional había anunciado una serie de correcciones macroeconómicas que denominó “sintonía fina”, y que incluían la supresión progresiva de los subsidios. Comenzó con un grupo de usuarios industriales y comerciales, y continuó con clientes domiciliarios de los barrios más ricos de la ciudad y provincia de Buenos Aires. La ampliación de la quita a los usuarios de clase media y sectores populares se propuso a partir de un sistema de renuncia voluntaria que no prosperó, ya que fueron muy pocos los que se sumaron.
En perspectiva, pareciera que el gobierno se quedó a mitad de camino con la iniciativa, que resultó muy parcial y no formaba parte de una política más integral de moderación del gasto. De hecho, el volumen total de subsidios no paró de crecer, tomando cualquiera de los criterios de medición.
Lo más probable es que el gobierno retome el espíritu de la “sintonía fina” de fines de 2011, como dijo el ministro de Economía, pero manteniendo el gradualismo. Con la devaluación del peso, ya demostraron que están dispuestos a tomar medidas duras. Pero en la coyuntura, el objetivo prioritario del gobierno es contener el efecto inflacionario del tipo de cambio, y una quita unilateral de los subsidios, trasladada inmediatamente a las tarifas, sería fuertemente inflacionaria, ya que los servicios domiciliarios impactan sobre un tercio de la canasta básica. El problema político no es tan fácil de resolver, el mundo de las decisiones no es tan certero como los análisis económicos posteriores. La inflación de enero fue del 3,7%, la de febrero seguramente será mayor por el arrastre devaluatorio, pero a partir de marzo debería bajar. De no ser así, las expectativas de la inflación anualizada seguirían subiendo, y las pretensiones salariales de los trabajadores también.
En el contexto de este dilema, hay un dato sugerente: el nuevo Índice de Precios oficial, que sustituye a las polémicas mediciones anteriores, es realista, pero registra las variaciones de todo el país y no releva los precios de la ciudad de Buenos Aires -a diferencia del anterior que, precisamente tenía un sesgo metropolitano- que tendrán su propia medición. Así, en enero, que subieron las tarifas del transporte metropolitano, la inflación “porteña” medida por separado estuvo un punto por encima de la nacional. Eso indica que si se eliminan los subsidios a los servicios públicos de lacCiudad de Buenos Aires -la región más subsidiada-, la brecha entre la inflación metropolitana y la nacional aumentará aún más. Ese puede ser un camino a seguir por parte del gobierno nacional, casi anticipado por el diseño del nuevo índice: hacer sentir el mayor peso del traslado tarifario a los capitalinos.
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