El aura del talento y el oficio‏



José Manuel Simián, desde Nueva York
Rev

ista Qué Pasa, jueves 06 de febrero de 2014
http://www.quepasa.cl/articulo/opinion---posteos/2014/02/20-13741-9-adios-al-iluminado.shtml

Adiós al iluminado

El duelo por la muerte de Philip Seymour Hoffman va mucho más allá de la canonización express de los medios. el actor siempre fue distinto al resto, en parte por el aura que su talento y oficio le daban. Hoffman siempre fue mejor.  




Quienes fuimos al cine a ver Perfume de mujer en 1992 salimos de la sala con algo que no teníamos previsto: la sonrisa torcida de un actor neoyorquino. Porque mucho más allá de esa película diseñada al milímetro para ganar premios y hacer llorar al público, más allá de los trucos de zorro viejo de Al Pacino (que ganó por ella su primer y hasta ahora único Oscar), y en una contraposición casi ridícula con la inocencia unidimensional de Chris O’Donnell, en las pocas escenas en que aparecía como el niñito rico y mimado George Willis, Jr., Philip Seymour Hoffman había logrado un pequeño milagro. Había construido un incómodo retrato de la falta de principios y el dolor que hoy, a pocos días de su muerte, se me sigue apareciéndo como una pesadilla recurrente.

Era, como sucede con los grandes artistas, la primera de las muchas primeras veces en que veríamos a Philip Seymour Hoffman. Porque cada vez que aparecía en pantalla, el impacto era semejante, la sorpresa de su talento un golpe eléctrico y descolocador. A partir de roles usualmente secundarios y pensados para aparecer en un puñado de escenas, Hoffman lograba pintar siempre un paisaje que se acercaba sorprendentemente al misterio de la naturaleza humana, al dolor que escapa a las palabras, al pozo sin fondo donde la actuación es indistinguible de la identidad de los espectadores. Una fugaz aparición suya -como el crítico musical Lester Bangs en Casi famosos, como el patético vecino Allen en Felicidad o incluso como malo en un bodrio de la talla de Misión Imposible III- era siempre capaz de producir el milagro, de crear significado y emociones poderosas donde de otra forma sólo habríamos tenido aire y celuloide.

Ese talento y oficio completamente fuera de lo común pronto le dieron a Hoffman un aura que lo separaba del resto de sus colegas. Un aura más parecida a la de un iluminado. Lo vi muchas veces cuando, a poco de llegar a Nueva York,  noté cómo los estudiantes de la escuela de teatro de NYU (donde en 1989 obtuvo su bachillerato con mención en teatro) hacían una pequeña pausa y volvían inconscientemente más grave el tono de su voz al mencionar su nombre, como si se tratara de una invocación. Lo vi también cuando un amigo chileno, dramaturgo y director, dedicó buena parte de su primer viaje a la ciudad a instalarse en el café que quedaba al frente del departamento de Hoffman, sólo para verlo entrar a pedir un café. Y lo volví a ver esta semana en las redes sociales, cuando gente ligada al mundo del teatro y el cine reaccionaba a su muerte. “Phil Hoffman es lo más cercano a la encarnación de la palabra ‘artista’ que he conocido”, escribió una directora y productora muy poco dada a la hipérbole o el llanterío compartido, que ha trabajado tanto en Broadway como en Hollywood, y había estado involucrada en un proyecto con Hoffman. “Auténtico hasta la médula, dedicado por completo a su llamado todo lo que tocaba se volvía mejor, más real y más profundo gracias a su influencia”.

No se trata de que Hoffman esté siendo sometido a uno de esos procesos de canonización expresa que los medios y la cultura pop suelen montar  para todos los que mueren de manera trágica e inesperada. Tampoco se trata de sublimar al artista maldito que muere por una adicción o -el más odioso de los clichés en casos como éste- a causa de “sus demonios”. Porque mucho  más allá de cómo haya sido su vida privada (sobre la cual sabemos poco, porque evitaba hablar de ella a toda costa), Hoffman logró causar en sus 46 años de vida tanto impacto por lo que producía en la pantalla o el escenario como por la forma en que trabajó para conseguirlo. Su impacto fue tangible en parte también porque logró transformar la idea de cómo tiene que verse o cuánto puede pesar un actor principal en Hollywood. “Ser gordo e ir a la escuela de teatro” -hizo notar un actor neoyorquino en Facebook- “significaba ver cómo tus otros compañeros aprenden y reciben desafíos, mientras a ti te prometen roles que luego te quitan, para luego terminar siempre haciendo de viejo o el amigo bueno para las tallas. Pero entonces apareció Philip Seymour Hoffman y demostró que podía ‘matar’ una y otra vez”. Hoffman no cambió ni bajó de peso para conseguir los mejores roles: hizo que los roles se adaptaran a él, y hoy el cine de Hollywood y todos quienes lo miramos somos un poco mejores gracias a eso.

Existe una regla no escrita entre los neoyorquinos de no molestar a los famosos que viven en la ciudad, de hacer como si todos fuéramos iguales. En casos como el de Hoffman, quien había elegido ser un neoyorquino más o menos corriente y llevar a sus hijos a la escuela pública y hacer cosas de gente común en vez de portarse como una estrella, el respeto a ese espacio privado suele ser aún más sagrado. Quizás por eso mismo, por esa aura que lo rodeaba y por el respeto casi religioso que me provocaba, la única vez que me lo crucé en una vereda, a la salida de un concierto, me puse delante de él, junté las manos como en oración, y le hice una pequeña reverencia.

Y entonces la cara rojiza de Philip Seymour Hoffman se iluminó con una sonrisa que mezclaba alegría y dolor, sorpresa y humildad. Y yo sonreí también de haber visto al iluminado y me di vuelta para volver a dejarlo tranquilo, para que ambos volviéramos a ser personas, que es lo que, supongo, él habría querido.

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