"Tendrán que ocuparse de dos desigualdades: las que enfrenten sus hijos y sus padres..."
Mi padre nació en 1925. Yo nací 52 años después. Si bien desde temprano esta brecha me mostró lo que implicaba la vejez, reconozco no haber estado preparado para mi ingreso anticipado a la generación sándwich, aquella formada por quienes se preocupan de la salud de sus padres al mismo tiempo que velan por el bienestar de sus hijos.
El implacable paso del tiempo esperó pacientemente hasta el cumpleaños 75 de mi padre para dejarse ver. Todo comenzó con una leve pérdida de memoria, la que al cabo de un año o dos se transformó en un evidente Alzheimer, la quinta causa de muerte en nuestro país. La situación descolocó a la familia. No fue fácil aceptar el padecimiento. Él seguía físicamente activo, y solo lapsus intermitentes recordaban que la salud del cerebro y la del resto del cuerpo no necesariamente están sincronizadas.
¿Quizás sería posible detener los avances de la enfermedad? Sin importar a quién consultásemos, la respuesta fue siempre la misma: poco se podía hacer, lo importante era estar preparados. Así lo hicimos, pero de poco sirvió. Su progresión, sumada a hospitalizaciones varias y otros problemas propios de la edad, nos llevó a evaluar la búsqueda de atención profesional continua, lo que terminó con lo que creo fue lo más doloroso de perder para él: su independencia.
Como familia nos abocamos entonces a analizar las opciones. Concluimos que un cuidado de calidad no podría costar menos de $750 mil mensuales, ¡impagable para la gran mayoría de la población! La limitada oferta de servicios y la demanda explosiva explican el alto costo. Para ponerlo en perspectiva: mientras el número de chilenos mayores de 85 años se ha triplicado en las últimas dos décadas, las escuelas de medicina no han expandido sus programas de geriatría al mismo ritmo; incluso, muchas ni siquiera los ofrecen. A esto hay que sumar la escasa oferta de personal técnico especializado en cuidado del adulto mayor, una oferta de casas de reposo inadecuada, y para qué hablar del mercado de seguros médicos para la vejez. Con esfuerzo pudimos asegurarnos de que mi padre tuviese las mejores condiciones, pero no puedo dejar de pensar qué ocurre con quienes no tienen las posibilidades de hacerlo. ¿Será el beneficio de extender la vida superior al costo de vivirla? ¿Cuánto depende la respuesta del origen socioeconómico de los ancianos?
Nada detendrá el vertiginoso proceso de envejecimiento de Chile. Las futuras generaciones sándwich tendrán que ocuparse de dos desigualdades: las que enfrenten sus hijos y sus padres. Los costos económicos y psíquicos de esto son inmensos. Por eso, nuestras políticas públicas tienen el desafío de asegurar calidad al inicio y al final de la vida. Es ahí donde están los más altos retornos sociales. No hay que perder el rumbo.
El implacable paso del tiempo esperó pacientemente hasta el cumpleaños 75 de mi padre para dejarse ver. Todo comenzó con una leve pérdida de memoria, la que al cabo de un año o dos se transformó en un evidente Alzheimer, la quinta causa de muerte en nuestro país. La situación descolocó a la familia. No fue fácil aceptar el padecimiento. Él seguía físicamente activo, y solo lapsus intermitentes recordaban que la salud del cerebro y la del resto del cuerpo no necesariamente están sincronizadas.
¿Quizás sería posible detener los avances de la enfermedad? Sin importar a quién consultásemos, la respuesta fue siempre la misma: poco se podía hacer, lo importante era estar preparados. Así lo hicimos, pero de poco sirvió. Su progresión, sumada a hospitalizaciones varias y otros problemas propios de la edad, nos llevó a evaluar la búsqueda de atención profesional continua, lo que terminó con lo que creo fue lo más doloroso de perder para él: su independencia.
Como familia nos abocamos entonces a analizar las opciones. Concluimos que un cuidado de calidad no podría costar menos de $750 mil mensuales, ¡impagable para la gran mayoría de la población! La limitada oferta de servicios y la demanda explosiva explican el alto costo. Para ponerlo en perspectiva: mientras el número de chilenos mayores de 85 años se ha triplicado en las últimas dos décadas, las escuelas de medicina no han expandido sus programas de geriatría al mismo ritmo; incluso, muchas ni siquiera los ofrecen. A esto hay que sumar la escasa oferta de personal técnico especializado en cuidado del adulto mayor, una oferta de casas de reposo inadecuada, y para qué hablar del mercado de seguros médicos para la vejez. Con esfuerzo pudimos asegurarnos de que mi padre tuviese las mejores condiciones, pero no puedo dejar de pensar qué ocurre con quienes no tienen las posibilidades de hacerlo. ¿Será el beneficio de extender la vida superior al costo de vivirla? ¿Cuánto depende la respuesta del origen socioeconómico de los ancianos?
Nada detendrá el vertiginoso proceso de envejecimiento de Chile. Las futuras generaciones sándwich tendrán que ocuparse de dos desigualdades: las que enfrenten sus hijos y sus padres. Los costos económicos y psíquicos de esto son inmensos. Por eso, nuestras políticas públicas tienen el desafío de asegurar calidad al inicio y al final de la vida. Es ahí donde están los más altos retornos sociales. No hay que perder el rumbo.
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