Lo que se juega


"¿Tiene sentido, entonces, contener esta marejada? Sí, porque no hacerlo crearía una fatídica descompensación en la vida política..."


Tras la primera vuelta, el panorama se ha decantado al menos en un sentido. La ley de probabilidades de que en esa instancia se decidiría todo se vio desmentida al contarse los votos. Sin embargo el panorama general apenas cambió y el desenlace es más que seguro. Nada puede descalabrar a Michelle Bachelet, una suerte de candidata-teflón, que se cae y no se quiebra, en analogía con Ronald Reagan, a quien se le llamaba Presidente-teflón, ya que los escándalos y crisis de su gobierno no dañaban y ni siquiera agrietaban su siempre alta popularidad.

¿Tiene sentido, entonces, contener esta marejada? Sí, porque no hacerlo crearía una fatídica descompensación en la vida política. Si miramos al Chile actual en lo esencial como continuidad desde 1990 —como a mí me parece que debe hacerse—, se puede concluir que el sistema funcionó relativamente bien con la centroizquierda en el Gobierno y la centroderecha en la oposición. Cuando se invirtieron las cosas, algo se descarriló, y las grandes movilizaciones no fueron más que uno de los rostros del nuevo escenario.

La Concertación dejó de creer en ella misma, es decir, en cómo configurar una idea de la democracia moderna que pudiera desempeñarse a la altura de los tiempos. Y la derecha, en el Gobierno o en los partidos, perdió toda noción de cómo explicar lo que quería hacer y cuál era su meta. Ello, en medio de una administración que no ha hecho nada de mal las tareas por las que principal, pero no exclusivamente, se debe juzgar a los gobiernos. Si esto fue producto de una convulsión que retorna cada cierto tiempo indeterminado —como tiendo a pensarlo— o fruto de un malestar definitivo “con el modelo”, como suele afirmarse, es algo sobre lo que se debatirá sin fin. Lo que fue la Concertación está en búsqueda de algo nuevo, encantada con levedad, pero no del todo convencida, acerca de las bondades del populismo latinoamericano y, a la vez, cómoda en la nueva democracia chilena. Solo resta la inercia para que las cosas vuelvan al redil. No es suficiente.

La derecha, en un proceso de autodestrucción —alimentado también desde La Moneda— que no le sucede por vez primera, quedó fuera del juego en términos del lenguaje público y de destreza en la competencia política, y ha luchado con éxito por su mera supervivencia. ¿Importa? Sí, y mucho. Acecha el “síndrome 1965”, cuando en las elecciones parlamentarias de marzo de ese año la derecha fue pulverizada. La consecuencia fue que las otras fuerzas quedaron sin contrapeso y no tuvieron límites los experimentos y temeridades mentales y prácticas. No es que la derecha de antes haya sobresalido por su brillantez, sino que el sistema se desbalanceó por la ausencia de equilibrio. En muchos sentidos la situación de ahora es muy diferente. El país está más consolidado, aunque también vacilante consigo mismo, y a la derecha le pudo ir peor en las recientes elecciones (se lo hubiese merecido, aunque no creo que con un buen resultado para Chile).

La búsqueda de ese equilibrio debiera ser la meta del próximo domingo. Si Evelyn se eleva muy poco por sobre el cuarto que obtuvo en la primera vuelta, sería una grave derrota psicológica. Si alcanza el tercio o un poco más de la votación, queda en una situación desmedrada, aunque no sin mérito personal, teniendo en cuenta la situación rocambolesca que en último término originó su candidatura. Sería, de todas maneras, un triunfo atronador para Michelle Bachelet. Si Evelyn Matthei alcanza o hasta supera un tris la figura —por ahora mágica— del 40%, volvería a crear un atisbo de simetría, sobre la cual se puede negociar un futuro sensato. Evelyn quedaría también como carta válida para 2017.

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