Diario Las Últimas Noticias, lunes 23 de diciembre de 2013
Supongo que a todas las personas
les ha pasado esto alguna vez:
que se han sentido dueñas
de una única certidumbre,
la de no entender el mundo circundante.
Para los que
hemos sido criados
con rudimentos mezclados
de racionalismo,
iluminismo y mecanicismo,
una experiencia de este tipo
es una fuente de angustia.
Un budista diría: no entiende nada
porque no hay nada que entender.
Yo trato de acomodarme
lo mejor posible a lo que venga,
pero me chirría la mente
cuando no logro meter
la multitud de estímulos cotidianos
en una especie de sistema.
A veces no logro articular
una cosa con otra y me despierto
en medio de la noche
en una bruma rosácea
con la sensación
de que el contenido de mis sueños
ha sido borrado violentamente.
Horas después
pongo las noticias en la televisión
y mi atención no adhiere, no funciona:
sólo pareciera acceder al envoltorio de las palabras,
a los peinados, al maquillaje, a los arbustos
y las piedras del lado de atrás
del sitio de algún suceso dramático.
Sé que estoy haciendo una confesión extraña,
algo que no cabe en el formato
de un hombre de edad más que mediana,
padre de dos niños, responsable de proyectos,
promotor de iniciativas, propietario cabal
de sus decisiones, blablablá. Pero así es.
De hecho, tenía
una claridad panorámica mayor
cuando era muy joven.
Al menos distinguía
las vacaciones del resto del año
y éstas no llegaban
como el tramo adicional
de un túnel vertiginoso y oscuro.
Cuando me toca
dar una entrevista,
mi principal temor
es que me pregunten por Chile.
Es decir, que el periodista quiera obtener de mí
apreciaciones distintivas de lo chileno o de los chilenos.
Se trata del simple temor
de decepcionar una expectativa ajena
y de sentirme tonto.
El hecho es que, con el tiempo,
la vida local, la nuestra,
la nacional o la santiaguina,
se me ha ido homologando
con la que puede darse
en cualquier prestigioso
o deslumbrante o insignificantemente
remoto lugar del mundo.
Es tal mi desidia
que si me pusiera
de un momento a otro
en Timbuktú
vería más o menos lo mismo:
gente moviéndose o haciendo ruido,
murallas, ventanas, follaje,
puntas de cerros, sol de la mañana,
sol de la tarde, sol del anochecer,
titulares de diarios, mesas circulares
de café y estrellas, aparte de lo que
transcurre en la pantalla del celular
y en la del computador.
A esto quería llegar.
Me decía un psicólogo
que los niños consiguen,
a través de sus eternos
e incomprensibles
juegos tecnológicos,
enrolarse en un tipo
de actividad mental
equivalente a un continuo:
un horizonte que conecta
con otro horizonte limítrofe
de otro horizonte.
El espacio proyectado
por esta adictiva ocupación
sería como un universo
en el que las responsabilidades
quedan suprimidas.
En eso estoy, yo que no tengo edad de jugar.
El celular está prendido,
siempre buscando señales invisibles.
El computador enchufado
en el hueco del tiempo,
página tras página,
rostro tras rostro,
nombre tras nombre,
como si fuera una máquina
para fabricar olvido.
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