Poesía y novela, vasos comunicantes


por Óscar Hahn
Diario El Mercurio, Domingo 24 de noviembre de 2013

"Fue la poesía de las primeras décadas del siglo XX la que les mostró a los novelistas el camino de la libertad, la innovación y el lirismo en el empleo del lenguaje..."


Alguna vez Carlos Fuentes, que no sólo era un gran novelista, sino también un estudioso de la novela como género, dijo que la principal influencia en los narradores del boom, e incluso en algunos de sus antecesores inmediatos, no era la novela hispanoamericana clásica, léase María, Los de abajo, La Vorágine o Doña Bárbara, sino la poesía hispanoamericana de vanguardia, léase Vallejo, Huidobro, Neruda u Octavio Paz. Yendo hacia el pasado, habría que considerar también a Rubén Darío. Hay pasajes de las novelas de García Márquez que serían inexplicables sin la lección del modernismo, como lo ha dicho el mismo autor de El otoño del patriarca. No por nada en este relato el poeta nicaragüense, a quien llama “el minotauro espeso con voz de centella marina”, es mencionado con admiración varias veces, lo que culmina en el fragmento en que el dictador asiste a un recital de Darío y el narrador prosifica el poema “Marcha triunfal” para describir las emociones del tirano.

Fue la poesía de las primeras décadas del siglo XX la que les mostró a los novelistas el camino de la libertad, la innovación y el lirismo en el empleo del lenguaje. Las huellas de Residencia en la tierra de Neruda en Rayuela las reconoce hasta el propio Cortázar. Hay, además, fragmentos de esta novela que podrían funcionar como poemas independientes. Por ejemplo, el capítulo 7, que tiene algunos ecos de “Mano tomada”, de Vicente Aleixandre: “Pero otro día toco tu mano. Mano tibia. Tu delicada mano silente. A veces cierro mis ojos y toco leve tu mano”. Cortázar: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano”. O el capítulo 68, escrito en “gíglico”, lenguaje inventado por Cortázar, y que empieza así: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes”. Palabras en las que es posible observar cierta afinidad con las innovaciones léxicas de Oliverio Girondo. Y ni hablar de los cubanos Alejo Carpentier y Lezama Lima, cuya prosa le debe más a la poesía de Góngora y de los otros barrocos españoles que a cualquier maestro de la prosa narrativa.

No estamos hablando aquí de extensos poemas en prosa camuflados como novelas, sino de obras que mantienen la estructura del género novelesco, pero que tienen secciones cuyo lenguaje es afín al de la poesía. El crítico Ralph Freedman acuñó la expresión “novela lírica” para caracterizar a los relatos en los que “se desplaza el foco de la ficción del mundo exterior al mundo interior del yo lírico”. Las narraciones de María Luisa Bombal serían un prototipo de este subgénero. Que la escritora chilena estaba muy consciente de esto lo demuestra una declaración suya a Lucía Guerra Cunningham. Dice la autora de La última niebla: “Yo en el fondo soy poeta, mi caso es el de un poeta que escribe en prosa”. Lo que puede comprobarse, por ejemplo, en las últimas páginas de La amortajada, muy en la línea de “Entrada a la madera”, de Neruda. ¿Y qué es Pedro Páramo, de Rulfo, sino una gran elegía funeraria? 

María Luisa Bombal también subraya la importancia del ritmo en su escritura. Innecesario decir que la conciencia rítmica es esencial en la poesía. “Siempre busco un ritmo que se parezca a una marea, una ola que asciende para luego despeñarse y volver a ascender”, dice. Suele pensarse que sólo los poemas en verso tienen ritmo; pero no es así, el ritmo de la prosa es más distendido y más irregular, pero no por eso deja de ser ritmo. Lo que pasa es que en algunas novelas la prosa tiene un movimiento de flujo y reflujo, y el discurso se hace rítmico mediante un juego de tensiones y distensiones, de clímax y anticlímax, de anáforas y repeticiones que reflejan los avatares psíquicos y las emociones del sujeto que narra. Es lo que uno encuentra en algunos episodios de Los ríos profundos, de José María Arguedas; en La región más transparente, de Carlos Fuentes; en Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, o en La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. No significa que excluyan el realismo ni que los escritores mencionados renuncien a su condición de novelistas. En todos esos casos, aunque la novela se vista de poesía, novela se queda.

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