Sergio UrzuaDe no mediar sorpresas, Chile se embarcará en una nueva Constitución. ¿Será por la buena o por la mala? ¿Asamblea constituyente? Todas preguntas relevantes, pero difíciles de responder con la información disponible. Pero, para ser honesto, una de las cosas que me preocupa de la idea es el impacto que pueda tener sobre nuestras finanzas públicas. Hace ya una década, dos profesores, T. Persson y G. Tabellini, publicaron un influyente libro titulado “Los efectos económicos de las constituciones”. En él, los académicos demostraron la asociación empírica entre el desempeño económico de los países y las características de las respectivas constituciones. Si bien no es obvio que sus resultados sean causales —bienvenido a las ciencias sociales—, las correlaciones son sugerentes: sistemas presidenciales y mayoritarios tienen gobiernos más pequeños que los gobiernos parlamentarios y proporcionales; los tamaños de los distritos electorales tienen impacto sobre las rentas políticas, corrupción y productividad agregada. Y, finalmente, en sistemas parlamentarios las políticas fiscales anticíclicas de tiempos de crisis no son revertidas una vez que las economías se recuperan, comprometiendo así la salud de las cuentas fiscales. A la luz de la evidencia y dada la incertidumbre respecto de nuestro rumbo, me parece válido preguntarse: ¿cómo asegurar la prosperidad de nuestra economía ante cambios en el orden constitucional? Quizás podemos responder la pregunta mirando a nuestro barrio. Frío, frío. Desde los mediados de los años 80, siete países en la región han adoptado nuevas constituciones y tres las han reformado profundamente. Sin embargo, ninguno de ellos vio despegar su economía producto de los cambios. ¿Y Colombia? Efectivamente, a simple vista su Constitución de 1991 —resultado de una asamblea constituyente— parece no haber impedido el crecimiento del país. Pero las apariencias engañan. La nueva Carta Fundamental estableció un largo número de derechos sociales e implicó un ambicioso proceso de descentralización de las funciones del Estado. ¿El resultado? Entre 1990 y 1995 el gasto público creció 50% (real), la deuda pública aumentó exponencialmente y el defectuoso proceso de empoderamiento de los poco preparados gobiernos locales fue un factor clave en la crisis fiscal que enfrentó el país en 1999. De hecho, en 2011 la delicada situación fiscal de Colombia motivó una nueva reforma para incluir la “sustentabilidad fiscal” como un principio constitucional. Notable. Con todo, no puedo dejar de recordar la afirmación de Tancredi en “El gatopardo”: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. De acuerdo, pero, ¿quién se hará cargo de los costos de una mala reforma?
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