Excelencia republicana por Jorge Edwards


Diario La Segunda,Viernes 08 de Noviembre de 2013
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2013/11/08/excelencia-republicana.asp
Cuento un episodio histórico tal como me lo contó una testigo presencial, pero lo cuento con todas las reservas, las dudas, las incertidumbres que corresponden. La testigo tenía alrededor de seis o siete años de edad cuando los hechos ocurrieron, el personaje principal no pasaba de los siete o de los ocho, y todas las personas que podrían dar testimonio, como lo comprenderá el lector, desaparecieron hace ya largo rato. El episodio en cuestión tuvo lugar en el Palacio de La Moneda, en los alrededores del primer centenario de la República, allá por 1911 o 1912. Se había escuchado hablar de un niño prodigio, pianista extraordinariamente dotado, nacido en Chillán, hijo de una señora que era profesora de piano, y el Presidente de la época lo había invitado a presentarse en su residencia oficial.
La persona que me contó el suceso recordaba que los pies del niño no llegaban hasta los pedales del instrumento. Dijo también que interpretó obras de Federico Chopin y de Wolfgang Amadeus Mozart con asombrosa maestría. El Presidente, después de escuchar el concierto privado en compañía de algunos parientes y amigos, se puso de pie y anunció que daría una beca doble a fin de que la madre y el niño pudieran viajar a perfeccionar sus estudios en Alemania. Según la testigo, desaparecida hace alrededor de cuarenta años, el Presidente en cuestión era Ramón Barros Luco, octogenario, famoso por su noción de que los problemas se arreglan solos o no tienen arreglo. El niño,como muchos ya lo habrán adivinado, se llamaba Claudio Arrau, y llegó a ser uno de los pianistas más grandes de un siglo de grandes pianistas. El relato, aunque algunos de sus detalles puedan estar equivocados, aunque el Presidente haya sido Pedro Montt y no Barros Luco, aunque los trozos musicales ejecutados no hayan sido de Federico Chopin sino de Franz Schubert, está lleno de lecciones interesantes. Pedro Montt era un hombre de estudio, de libros, de magnífica biblioteca, pero desdeñaba la literatura. Lo serio, para él, era el derecho, la química, la biología, la historia, no la poesía lírica ni la novela o el teatro. Eran, quizá, prejuicios de la época, y no sabemos ahora si deberíamos perdonarlos. Yo tiendo a pensar que no. Tiendo a pensar que el aspecto ameno, inspirador, pedagógico, estético, de la literatura, es uno de los fenómenos humanos más importantes. Compruebo todo el tiempo que los intelectuales que olvidan o que desdeñan estas expresiones de la belleza, los que sólo analizan los temas en función de números, de políticas económicas, de resultados, se equivocan a cada paso y sufren, además, de una grave dificultad para rectificar sus errores: son hombres de ideas fijas, de seguridades mal colocadas.
Para mí, las lecciones del episodio son muchas. Si se hubiera tratado de darle una beca hoy a un pianista prodigio, habría sido necesario llenar interminables formularios y se habría descubierto, quizá, que no estaba en edad de recibir recursos del Estado. La idea de una beca doble, a la madre y al niño, no habría cabido en la cabeza de un funcionario de estos días, por encumbrado que estuviera. Y es muy probable que alguien hubiera sugerido, por un espíritu democrático mal entendido, dividir la beca entre los diez pianistas mejores de su generación.
A veces asisto a discusiones sobre el concepto de la excelencia y llego a la conclusión de que es una noción desprestigiada hoy día, para desgracia nuestra. Cuando se habló de instalar liceos de excelencia enChile, hubo resistencias tozudas, obcecadas, que todavía se mantienen. Pues bien, a mí me parece que esas reticencias, esas tercas resistencias, son manifestaciones de incultura. Chile debe ser un país que se preocupa de su gente, capaz de alcanzar un desarrollo económico que le permita hacerlo, pero donde pueda existir de nuevo un Claudio Arrau, un Pablo Neruda, una Gabriela Mistral. Un amigo socialista, persona bien intencionada, me alegó una vez que toda persona tiene derecho a ser artista. Sostengo que esta noción es un verdadero disparate. Si todos son artistas, nadie es artista. En el Chilede hace cinco o seis años, recibía todas las semanas libros de poesía financiados por el Estado y que no merecían haber sido publicados. ¿Por qué malgastar los dineros del contribuyente en esa forma? Eso no es política cultural sino exactamente lo contrario. La mala literatura, en libros mal diseñados y mal impresos, provoca rechazo. Así como la gran poesía va seguida de una apasionada adicción. El fisco debe ayudar a que existan los libros y a que circulen, a que haya mejor teatro y mejor cine (algo se hace a este respecto), a que haya grandes orquestas y cuerpos de ballet. Y la democracia no consiste en que todos sean artistas. Consiste en que todos tengan acceso a los libros, a la música, a los espectáculos, a los museos, a las máximas expresiones del arte. A los grandes artistas, escasos, hay que ayudarlos de una manera inteligente. Don Ramón Barros Luco, que comía choclo en corontas y se enjuagaba la boca con vino tinto, fue mejor promotor de la cultura que los funcionarios de ahora. Y aplicó un criterio de excelencia absolutamente indispensable, que ningún país moderno puede renunciar a aplicar, que produce deseos de imitación, de emulación, enormemente positivos. Hablamos, naturalmente, de excelencia republicana, no de títulos de nobleza ni de cuentas bancarias. 

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