variantes conceptuales de un mismo movimiento.

Cambiar de aire
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 7 de Octubre de 2013

Hace poco tuve que pedirle un favor a un amigo.
Necesitaba su ayuda presencial en un trámite,
para lo cual lo comprometí 
a que nos juntáramos en el centro.

Mientras lo esperaba a la salida de una galería,
en medio del gentío de las cuatro de la tarde,
pensé que estaba pidiendo demasiado:
obligar a una persona a suspender
sus actividades acuciantes
para atravesar una ciudad dificultosa,
bajar escaleras, subir por ascensores
orientarse en las calles,
entender documentos, en fin.

A los dieciocho o veinte años
esto hubiera sido una bicoca,
una oportunidad para observar tipos humanos,
extraer nuevos temas de conversación,
mofarse de las decoraciones de las notarías
y, además, un pretexto para desvíos
que ofrece una tarde corriente.

Es decir, la posibilidad 
de irse deslizando por el tiempo 
como por un despreocupado laberinto 
a punto de rematar el día en una fiesta 
en una parcela a las afueras de Santiago
entre puros desconocidos.

Me di cuenta, por lo mismo,
que ya en mi vida no queda lugar
para los viajes intempestivos,
que son tan estimulantes para el ánimo.

A otra edad eran una actividad frecuente,
una situación que podía actualizarse
de un momento a otro.

Bastaba que de repente apareciera
en la mañana alguien en un auto
llamando alegremente a bocinazos.

Un rostro asomado por la ventanilla, un grito:
«¡Huevón, acompáñame a Baños Morales,
que tengo que ir a sacar unas fotos!».

Sin duda éstos fueron los mejores viajes:
con la Luli a las inmediaciones de La Calera,
a filmar unas extensiones 
polvorientas, grises y solitarias;
con la Mariana y Jorge a Rancagua
sin ningún objetivo en mente
(el Estadio El Teniente iluminado al atardecer
y el rumor tumultuoso de las barras de fútbol);
con la Pati a Concón, a Placilla y al vaporoso
y profundo valle de la cuesta La Dormida;
con Talita a San Francisco de Mostazal,
en un tren que fue apedreado
al salir de San Bernardo
(una retreta de verano en la plaza del pueblo,
un té pésimo en un boliche redondo
a la orilla de la carretera); con la Moño
a un lugar que no era más que un nombre
-El Dibujo-, unos álamos, el fin 
de un camino ripiado y un portón.
[¿y qué me dicen de Hierro Viejo
y El Sobrante, bien entrado el valle de Petorca?]

Nunca había hecho la notación de estas experiencias.

En verdad son muchas 
y yo creo que obedecían
a un instinto terapéutico en bruto:
la certidumbre de que es útil y necesario
desprogramarse, cambiar de perspectiva,
de aire, de punto de vista, de ritmo.

Por lo mismo alguna vez 
el médico de consultorio
le dijo a una señora muy pobre 
que había llegado a él 
aproblemada con la angustia:
tómese una micro de paradero a paradero.

La receta no es otra cosa 
que una idea inveterada, arquetípica: 
que el viaje transmuta elementos,
renueva las corrientes mentales.

Ánimo, alma, espíritu, aliento:
todos esos conceptos 
están vinculados con el aire,
son variantes conceptuales 
de un mismo movimiento.

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