Un programa internacional


"El éxito día a día, pragmático, solo tiene sentido en la medida en que se contribuya a hacerse la idea de un horizonte amplio, que combine lo deseable con lo posible, tener un marco de referencia y un elenco plural de posibilidades..."


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Una apuesta exclusiva por la Alianza del Pacífico no es suficiente para desplegar una estrategia internacional de verdad. No es que esté mal, aparte de que tenemos que convivir con Mercosur y hasta con la entelequia de ALBA. Si tenemos razones fundadas para dudar de la reciedumbre de Mercosur, más allá de que en el largo plazo Brasil sea sólido, la Alianza del Pacífico, por su parte, está en sus primeros pasos y cada uno de sus países posee sus propias incertidumbres, como toda América Latina. Un programa puramente económico, por "pragmático" que parezca, no reemplaza a una idea política y, sobre todo, en Chile no nos fortalece ante alguna precariedad que experimentamos por nuestra propia inseguridad y no tanto por el mecanismo del proceso económico. Se requiere un marco conceptual de ideas que apuntale las decisiones cotidianas. Para evitar que un programa adecuado sea devorado por la polémica izquierda-derecha, hay que mostrar un horizonte que vincule a una amplia mayoría, aunque me gustaría que las adoptara la candidata por la que votaré.

Hace algunos años, Stanley Hoffmann, uno de los grandes internacionalistas del último medio siglo, propuso que para el caso de intervención militar legítima, cuando el Consejo de Seguridad de la ONU estuviese paralizado por el concurso de las potencias no democráticas, existiera una especie de acuerdo de países democráticos que sean respetables; incluía en esa lista, a guisa de ejemplo, a Sudáfrica y Chile.

Se podría ampliar el enfoque, y añadir que el interés genuino de países como Chile y muchos latinoamericanos estaría en orientarse a una entente con una comunidad como esta. Se trata de una especie de ONU informal, paralela y de papel moral. No sustituiría las asociaciones que existen en la actualidad, llámense Naciones Unidas, OEA, Mercosur o Alianza del Pacífico, ni sería guía absoluta de nuestras relaciones vecinales, las que se deben tratar caso a caso. Sería más bien una orientación estratégica en conductas internas y externas hacia las democracias desarrolladas de Europa y de América, incluyendo a las asiáticas que han surgido desde la Segunda Guerra Mundial, aunque no nos gusten todas sus políticas. Se le añaden los casos de democracias cargadas con un pecado paralelo, de que sus procesos de modernización en lo económico y social todavía no permite llamarlas "desarrolladas".

Este último es el caso de Chile, a pesar de los formidables cambios de estas últimas décadas; de la India, en proporción muchísimo más pobre que nosotros, pero que salvo un breve interludio entre 1975 y 1977 ha sido por 65 años una de las nuevas democracias más peculiares del siglo XX; y, por cierto, de Brasil, quizás el país más estable de América Latina, aunque experimentando un drama no muy diferente a la India, el subdesarrollo de la mayoría de la sociedad.

En su conjunto se encuentra comprendida en esta categoría la porción más dinámica del mundo en lo cultural, y en manos de sus representantes se hallan los principales factores de "poder duro" (si no fuese así, no habría democracia en el mundo). En América Latina, Venezuela no está en el horizonte, aunque parte del alma del continente se deslumbra por ese espejismo.

Para nuestro país, adoptar este norte es asumir lo que más ha contentado a su pueblo si miramos desde el 1900 hasta el presente. El éxito día a día, pragmático, solo tiene sentido en la medida en que se contribuya a hacerse la idea de un horizonte amplio, que combine lo deseable con lo posible, tener un marco de referencia y un elenco plural de posibilidades. Ha sido el punto de fuga más confiable en el desarrollo de la modernidad.

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