por Gustavo SantanderDiario El Mercurio, Martes 22 de octubre de 2013http://www.elmercurio.com/blogs/2013/10/22/16320/Equivocarse.aspx Parada al borde de la piscina, con el sol reflectando en ese espejo líquido, se dio cuenta que, como si se tratara de una broma del destino, ese momento podía ser una metáfora de su vida. El recio calor del mediodía la había impulsado a acercarse al agua y pensar en darse un chapuzón, así es que dejó los anteojos de sol en el suelo, besó al hombre que la acompañaba y caminó lentamente hacia lo que creyó sería una refrescante pausa en esa mañana. Desde afuera, su vida parecía un día de verano: tenía treinta y tres años, un trabajo que le gustaba, un buen grupo de amigos y, además, un pololo que, al cumplir dos años de estar juntos, le había pedido que se casaran. Él era una decena de años mayor, pero para ella eso nunca había sido problema. Juntos hicieron los trámites de rigor con cierta antelación. Pero ahora, a pocas semanas del evento, mientras veía su silueta desdibujada por el movimiento del agua, se preguntó por qué diablos había respondido a todo mecánicamente, por qué dijo lo que todo el mundo dice cuando le proponen algo así, por qué no se había dado un tiempo para pensar, más aún si un mes antes, sin comentarle nada a él, pensó seriamente terminar con esa relación. No es que ella fuese especialmente insegura e incapaz de tomar una decisión pero había algo en su interior que le decía que no lo hiciera, que se podía arrepentir, que esperara un tiempo más. En ese momento recordó las razones por las que casi termina ese pololeo. La lista era pequeña y nada de lo que su mente pudo ordenar en un imaginario papel rayado parecía lo suficientemente trascendental para tomar una determinación tan brusca. ¿Pero acaso las grandes grietas no parten siempre de pequeñas fisuras? En eso pensaba cuando se dio cuenta que él la observaba desde la poltrona donde tomaba el sol. Ignorante de los devaneos de la mente de su polola, se llevó los dedos a la boca y le mandó un beso volado que fue recibido con una sonrisa triste, de la cual él no se percató. Y entonces a ella se le vino encima el qué dirán, lo vergonzoso que le resultaría explicar que se arrepintió de casarse, los cuchicheos de su conservadora familia, los gastos que ya se habían hecho. Seguro su papá la apoyaría aunque no esperaba lo mismo de su madre. ¿Y él? ¿Cómo decirle que el "sí" se trató de una decisión apresurada motivada por el convencionalismo? "Las cosas ya estaban hechas y echarse para atrás no era una salida", pensó. O quizás no fue ella quien se lo dijo sino la voz de su madre que le hablaba. Fue entonces cuando se zambulló en ese refrescante cubo de agua, sintiendo cómo su cuerpo se deslizaba rozando el fondo celeste.
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